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LH 335_art_02
02 | Num.335
Compasión:
un ejercicio saludable de cuidado.

Rosa Ruiz Aragoneses,
Psicóloga y teóloga.
Responsable de Investigación. Centro de Humanización de la Salud San Camilo. Tres Cantos (Madrid)

El Papa Francisco ha enfocado su mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo en la compasión y el cuidado del otro como práctica sanadora. La autora sobre la parábola del buen samaritano que nos propone el Papa Francisco nos plantea la
enfermedad como todo aquello que nos despoja de nuestros bienes y nos deja sin ganas ni recursos para vivir. Entender la enfermedad de esta manera nos lanza el reto del cuidado más allá de lo obligado y nos adentra en la compasión. La  Compasión no es un complemento superfluo en el ámbito de la salud, sino la base de una Atención de calidad, segura y eficaz. Desde la psicología, también se proponen modelos terapéuticos desde la compasión como una experiencia holística y dinámica que pone en movimiento a toda la persona. La psicóloga y teóloga también también expone algunas sugerencias para mejorar la práctica clínica cotidiana.
 
Palabras clave: Compasión, Cuidado, Enfermo, Vida.
Pope Francis has focused his message for the World Day of the Sick on compassion and the care of others as a healing practice. With regard to the parable of the Good Samaritan which Pope Francis has proposed to us, the author presents illness as
anything that deprives us of our blessings and leaves us bereft of the will and the means to live. By looking at illness in this way, we are faced with the challenge of providing care
beyond what is strictly required and being drawn to compassion. Compassion is not a superfluous accessory in the context of health, but rather the basis for safe, effective
and quality care. From the standpoint of psychology, we are also proposed therapeutic models based on compassion as a holistic and dynamic experience that sets the whole person into action. The author, who is a psychologist and a theologian, also puts
forward some suggestions for improving everyday clinical practice.

Keywords: Compassion, Care, Sick, Life

En el ámbito anglosajón e incluso en el latinoamericano encontramos publicaciones que reclaman la compasión como competencia básica en el profesional de la salud, como rasgo técnico esencial para el cuidado (Ntshingila, 2022). Sin embargo, en el contexto español apenas se considera y queda relegado -en todo caso- a la pastoral y al acompañamiento espiritual o religioso. ¿Quizá por ese resto vergonzante o de pudor que culturalmente arrastramos cuando algo proviene de raíces explícitamente creyentes o por simple desconocimiento de su significado original (Schantz, 2007)? Autores relevantes prefieren hablar de solidaridad (Feito y Domingo, 2022), a riesgo de perder matices importantes, a mi juicio.

Francisco ha centrado este año su mensaje para la XXXI Jornada mundial del enfermo en la compasión y el cuidado del otro como práctica sanadora. Es una buena oportunidad para adentrarnos en este concepto y explorar posibles implicaciones para la práctica de los profesionales de la salud, voluntarios, pastoralistas, acompañantes, familiares y los mismos enfermos.

Comencemos por una pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que la situación concreta de alguien a quien no conocías te conmovió las entrañas?, ¿cuándo fue la última vez que no pasaste de largo ante alguien más o menos malherido por la vida? Esta es la imagen y la medida que Francisco nos propone de nuestra capacidad efectiva de cuidado, utilizando la parábola del buen samaritano.

Me parece sugerente para cualquier profesional de la salud en un momento en que se valoran las competencias blandas como elementos diferenciadores de calidad (Bermejo et al., 2021; Pérez Fuentes et al., 2019). Más aún: cuando Francisco elige un texto donde un hombre yace en un camino apaleado por malhechores que le atacaron, le robaron y le dejaron medio muerto, está hablando de la enfermedad más allá del mal físico. Es poner el foco en la enfermedad como todo aquello que nos despoja de nuestros bienes (la salud, la alegría, la compañía, la esperanza, el bienestar, los recursos económicos, la seguridad…) y nos deja sin ganas ni recursos para vivir, rotos, in-capacitados para la vida.

Entender la enfermedad así, en su sentido más etimológico (infirmus, sin posibilidad de mantenernos de pie por el camino), nos lanza el reto del cuidado más allá de lo obligado, nos adentra en la compasión. Puede ser, también, una oportunidad para no reducir el cuidado a enfermería, a pesar de estar en su ADN más primigenio (Bradshaw 2011) eximiendo a médicos, psicólogos, trabajadores sociales o acompañantes espirituales de esta tarea, de este modo de llevar a cabo cada cual su propia tarea (Chaney, 2021). Por supuesto, el cuidado compasivo no sustituye a la necesaria cualificación técnica (Torralba, 2000). Al contrario. La sola buena voluntad, con frecuencia, puede dañar al otro y generar más complicaciones que beneficios. A lo que se nos anima aquí es a un modo de estar en la vida: vivir pasando de largo o no hacerlo. Todo se resume en esto.

En la actualidad hay evidencias para afirmar que la compasión no es un complemento superfluo del que podamos prescindir en el ámbito sociosanitario; es la base de una atención de calidad, segura y eficaz (Bedregal et al., 2020; Casas Luque, 2020; Cole-King & Gilbert, 2011). Incluso se empieza a hablar en todo el mundo de ciudades compasivas (Gómez-Batiste, 2018). Sin duda, la compasión genera un estrecho vínculo entre la enfermedad y la salud con el bien común, la fraternidad y armonía social y ciudadana. De hecho, ya Francisco eligió la misma parábola del samaritano como eje de su encíclica Fratelli tutti (FT). “Es, por tanto, una llamada que interrumpe la indiferencia y frena el paso de quienes avanzan como si no tuvieran hermanas y hermanos” (Francisco).

También desde la psicología se proponen modelos terapéuticos desde la compasión como una experiencia holística y dinámica que pone en movimiento a toda la persona: lo emocional, lo cognitivo y lo conductual (Gilbert, 2017). Nosotros podríamos añadir también lo espiritual, no solo lo religioso.

Hagamos un viaje sencillo y “sinodal”, en palabras de Francisco. Es decir, hagamos juntos este camino de la compasión como ejercicio saludable de cuidado. Recordemos primero el marco de la parábola, adentrémonos después en el significado de la palabra “compasión” y su raíz bíblica para terminar lanzando algunas sugerencias que puedan mejorar nuestra práctica clínica cotidiana.

01 | Entonces, ¿qué he de hacer?

Cuando nos acercamos a un texto bíblico conviene tener en cuenta el marco: qué se acaba de decir y qué se dice justo después. ¿Acaso no lo tenemos también en cuenta cuando exploramos un síntoma o queremos comprender mejor un dato en la historia de una persona?

La parábola del buen samaritano (Lc 10,30-37) está precedida por una pregunta que pone a prueba al Maestro: ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna, para llegar a la plenitud, para ser feliz? La respuesta de Jesús es: “lo sabes: ama. Ama con todas tus fuerzas, a ti mismo y a los demás” (v. 27). Pero no debe ser una respuesta tan sencilla porque necesitó que se lo aclarara con una parábola. Cualquiera de nosotros podríamos ser este legista que quiere buscar las vueltas a Jesús: “¿qué he de hacer para ser un buen profesional, para ser considerado como el referente en humanidad y salud que quiero ser?”. Y Jesús contesta: “ya lo sabes: fórmate siempre y lo mejor posible. Pero sobre todo ama. Trátate bien a ti y a los demás”. Y no debe ser tan sencillo porque en ese intento nos podemos reconocer todos a lo largo de la vida.

Justo después (vv. 38-42) aparece otra conocida escena: Jesús descansa en casa de Marta y María, una ocupada y agitada en hacer muchas cosas y otra sentada escuchando al huésped. ¿Quién no se reconoce en estas dos mujeres, divididos entre el agobio del mucho hacer y la elección de parar, escuchar y mirar a los ojos?

Y entre medias el samaritano. La clave está en la compasión. De tres personas que pasan junto a un malherido, solo una decide “detenerse, acercarse, curar y levantar”. El samaritano no lo hace todo. Cuida del apaleado con la suficiente libertad como para no considerarlo “suyo”, como para dejarlo en manos de otros que completen lo que él no puede hacer solo. Tiene la capacidad de no confundir esta imprescindible libertad o sano desapego de aquel a quien cuidamos, con saber que estamos ligados unos a otros, misteriosamente, sutilmente, irremediablemente. Porque sabernos corresponsables no anula nuestra autonomía, aunque a veces nos lo hagan creer.

El samaritano cuida del otro dando lo más valioso de sí: su tiempo. A veces nos dejamos incluso desbaratar el horario ante la necesidad de otro tirado en el camino. Pero lo hacemos con tanta prisa, aclarando lo mucho que he dejado, lo poco que puedo quedarme porque tengo otro compromiso o lo mucho que me he esforzado en hacerte hueco, que la compasión queda transformada en una condescendencia que, en lugar de transmitir cuidado, refuerza a la persona vulnerable y debilitada en sentirse indigna y fuera de lugar. ¿Dudas si alguien te quiere bien? Mira si te dedica tiempo. Todo lo demás es secundario. Nada nos importa más que aquello que no solo ocupa nuestra agenda, sino que, además, tiene el inmenso poder de cambiarla. Eso sí es revolucionario (cf. FT 63).

Y por si quedaba alguna duda, el samaritano da parte de su dinero. El cuidado y la compasión no es un mero movimiento interior; requieren inversiones para ser realistas y efectivos. Como puso de manifiesto la pandemia mundial la adecuada atención sanitaria evidencia las grietas de nuestro sistema de bienestar: ni todos tenemos acceso a los mismos recursos ni a todos se nos ofrecen con la misma calidad. “Por tanto, es necesario que la gratitud vaya acompañada de una búsqueda activa, en cada país, de estrategias y de recursos, para que a todos los seres humanos se les garantice el acceso a la asistencia y el derecho fundamental a la salud” (Francisco).

Acoger la invitación a cuidar de otros implica acoger la fragilidad como parte de lo humano y con ella, en definitiva, la muerte, los límites, el desorden, el desequilibrio, la pérdida. Ayer me decía Ángel, residente, que no le asusta tanto la muerte como ver cada día que oye un poco menos, que ve un poco peor, que camina con más dificultad… Es una experiencia que podemos identificar todos: ¿cuáles son mis pérdidas actuales, por dónde percibo mis límites, mis grietas, tanto en lo personal como en lo profesional? Cuanto más miremos hacia otro lado y no seamos capaces de amarlas (¡no basta tolerarlas!), difícilmente podremos amar y atender compasivamente las de los demás. Seguir pensando que por el simple hecho de dedicarnos al cuidado de la salud ya somos personas compasivas con nosotros mismos y con los demás es, sencillamente, una trampa.

02 | Raíces bíblicas y significado de la compasión

En este caso la RAE no adivina la complejidad con que las tradiciones espirituales y sanitarias definen la compasión: “sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males de alguien”. Falta una dimensión esencial: la acción (Bedregal, 2020).

Más información recibimos de la palabra “misericordia”, especialmente en las dos primeras acepciones:

  • Virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miserias ajenos.
  • Pieza en los asientos de los coros de las iglesias para descansar disimuladamente, medio sentado sobre ella, cuando se debe estar en pie.

Quizá la primera es la más habitual y, ciertamente, incluye la acción, el movimiento, la inclinación al sufrimiento del otro. Pero tampoco conviene olvidar la segunda: la sabiduría popular nombra misericordia a algo que nos descansa, que nos alivia, que nos hace más llevadero el “deber” estar de pie (firmus) en la vida. Exactamente lo contrario de estar enfermo. Pienso en tantos compañeros y compañeras dedicados a la salud, en cualquiera de sus roles, a los que el contacto continuado con el dolor y la enfermedad los lleva al desánimo, al agotamiento, al burnout (Córdoba-Rojas et al, 2021). Y recuerdo también a otros donde la fatiga se convierte en satisfacción por compasión y en ganancia, porque cuidar de otros desde esa actitud, lejos de anularlos, los potencia, los llena de libertad y de sentido.

Etimológicamente, compasión proviene del latín “cumpassio” (con-padecer), traduciendo el término griego συμπάθεια (“sympathia”). Algo similar ocurre con misericordia, del latín “miser-cordis” (la miseria en el corazón), por lo que muchos entienden la misericordia como la virtud de quien es capaz de compadecerse de otro y actuar. En todo caso, están íntimamente relacionadas y van más allá de la empatía (padecer-en), puesto que no basta con entrar en el sentir del otro. La supera porque requiere hacer propio su sentimiento y moverse a una acción que lo consuele o alivie hasta el punto de dejar distinta huella neurobiológica en el cerebro humano (Bedregal et al., 2020).

Bíblicamente, podríamos decir que compasión y misericordia aluden a una misma realidad pues ambas traducen la misma raíz hebrea: rahamīm, el plural de rahem, vientre materno, útero, vísceras (Sisti, 1990). Así, seguiremos hablando de compasión, entendiendo que no hay diferencias de significado profundo con la misericordia. La compasión o misericordia nos gesta, nos hace ser lo que somos, nos permite vivir y crecer.

No es tanto una cualidad personal sino relacional: es lo que siente alguien por otro muy querido, es un amor visceral, desde las entrañas. Es ese amor que no hay que razonar ni programar; nace de la piel, de la tripa, del corazón, por el vínculo sentido que te impide seguir impasible ante su dolor o pasar de largo cuando ves su sufrimiento.

En el Nuevo Testamento para traducir al griego rahamin, se usa mayoritariamente la raíz splánjna, literalmente, vísceras removidas (el término que aparece en la parábola del samaritano). Quizá por eso Francisco ve en la parábola “toda la dinámica de esa lucha interna que se da en la elaboración de nuestra identidad” (FT 69). Que sería tanto como decir que cada vez que tomamos la decisión de dejarnos llevar por la conmoción de nuestras entrañas (spligxtomai) y cuidamos del otro, estamos diciendo quiénes somos y cómo queremos ser. Como personas, como profesionales, como amigos, como hijos o padres, como ciudadanos.

03 | Algunas sugerencias prácticas para nuestra labor sanitaria

03 | 01 Compasión: aprender a mirar con respeto

Uno de los aprendizajes más frecuentes de esta parábola es comprender que la compasión no depende de la raza del otro, de si es de “los míos” o no, de aquí o de allá. Porque «el amor sabe de compasión y de dignidad» (FT 62). Quien nos trata con amor, nos cuida, más allá de creencias, cultura o ideologías; quien se compadece con amor de nosotros, lo hará siempre respetando nuestra dignidad, sin infantilizarnos, sin anularnos. Y, posiblemente, esto se inicia con un modo concreto de mirar. La compasión solo puede nacer de una mirada abierta, sin prejuicios, donde la persona es el centro de verdad. Sea quien sea esa persona.

Escuché en una ocasión a Victoria Camps decir que el cuidado incluye dos virtudes: attentiveness (estar atento al otro) y responsiveness (ser responsables del otro) y que ambas quedan vinculadas por el respeto. Ya hemos dicho una palabra sobre la capacidad de mirar y atender; también sobre el equilibrio entre sabernos corresponsables y libres a la vez. Quizá el respeto sea una importante clave para no adulterar la compasión y el cuidado. Respetar viene del latín re-spectare (mirar hacia atrás, volver a mirar, atender). Cuando respetamos a alguien o a algo, lo miramos de nuevo, no nos quedamos con una primera mirada, con un golpe de vista. Respetamos la realidad, respetamos al otro cuando nos volvemos a mirarlo con atención. Cuando no le negamos nuestra mirada, nuestro cuidado. ¿Acaso no es la atención el modo más básico y hondo de amor?

Es verdad: hay muchas maneras de pasar de largo (cf. FT 73). Desentenderse puede ser la más evidente. Pero también lo es la superficialidad, el individualismo, la falta de escucha, la arrogancia, el maltrato y la burla, la tozudez, los prejuicios. Es decir, todo aquello que me impida ver y dar el lugar que a cada persona le corresponde, sin invisibilizar a nadie.

También los profesionales de la salud necesitamos educar la mirada y elegir un modo concreto de mirar al otro, no solo al enfermo. Estamos llamados a preguntarnos una y otra vez cómo miramos a los compañeros con los que trabajamos porque el resultado final será mucho más que la suma de las partes. El modo en que miramos a los demás nos dispondrá a la compasión o al individualismo, al cuidado o al sálvese-quien-pueda, al respeto o a la descalificación de sus creencias, su modo de vivir o incluso de enfermar y morir.

03 | 02 Compasión: tratarnos con ternura

Parece evidente que nuestro mundo padece cierto analfabetismo en el cuidado, en acompañar y sostener a los más frágiles (cf. FT 64), que incluye una alarmante incapacidad para la ternura: “La ternura tiene el precio de la compasión, pero genera salud porque estimula y protege. No disminuye la productividad ni la bondad de toda ayuda técnica, sino que pone en el centro a la persona como fin, y es la expresión de la nobleza de la condición humana, de la belleza del corazón humano, que se conmueve entrañablemente en su interior ante toda fragilidad” (Bermejo, 2023, p. 35).

No creo en profesionales capaces de acercarse a las heridas “echando en ellas aceite y vino” (Lc 10,34) que son después incapaces de gestos amables con sus compañeros de equipo. Lo que somos acaba saliendo a la luz. Las heridas con que nos cruzamos en el camino son muy variadas y a veces no piden más que uno buenos días, un mantener la mirada cuando entramos en una habitación en lugar de hablar mirando al suelo o ser personas “afectuosas, cariñosas, amables… blandas… delicadas”, como define la RAE la ternura.

La ternura, más allá de ser un sentimiento ñoño y almibarado, genera una red de relaciones donde el poder y la distancia quedan anuladas. La ternura nos predispone a la compasión porque nos hace tan valientes que no necesitamos defendernos ni ocultar nuestra propia fragilidad. La ternura nunca es violenta ni posesiva. La ternura nunca parte de uno mismo sino del otro que nos provoca. Cuando percibimos que alguien es tierno con nosotros, nos sabemos en buenas manos: no nos hará daño. Y esa seguridad, además de cuidarnos, también nos sana.

Dice Francisco que lejos de ser casos aislados, cada vez se repiten más casos de gente que atropella a alguien y huye (cf. FT 65). Pues bien, esto que nos puede parecer atroz, también podemos hacerlo nosotros con relativa frecuencia. Tenemos una discusión y decimos una palabra que hiere al otro… lo sabemos y huimos. Una relación se complica y siento que necesito tomar distancia o pasar más tiempo con otras cosas… y desaparezco sin decir nada para protegerme. Alguien querido pasa un mal momento o por el contrario un gran momento en su vida, pero por alguna razón me asusta el compromiso o los sentimientos que me provoca o temo que me pida demasiado y me complique… entonces huyo de nuevo y lo abandono.

La compasión, como el amor, no se justifica por la actitud del otro. No tiene razón de ser porque el otro también nos quiera, porque sea compasivo o no, buena o mala persona, esté actuando bien o no. La compasión, como el amor, tiene en sí su propia medida: en el amor dado, en las acciones realizadas, en el bien hecho al otro está la propia paga: esa satisfacción por compasión.

03 | 03 Compasión: el arrojo de tomar decisiones

Dice Francisco que “esta parábola es un icono iluminador, capaz de poner de manifiesto la opción de fondo que necesitamos tomar para reconstruir este mundo que nos duele” (FT 67). Y yo me pregunto: pero, ¿de verdad nos duele el mundo?, ¿nos duele nuestro Centro de trabajo, las políticas sociosanitarias, la situación de tantas familias?

Vivir sin dolernos por lo ajeno no solo nos impide ser compasivos, sino que además nos roba la capacidad de vivir intensamente, con pasión. Así, merece la pena (nunca mejor dicho) el conflicto, el mal, la miseria. Quizá sea la compasión o la misericordia el único antídoto eficaz contra tanta miseria, tanto salteador de caminos que dejan apaleados a otros. La miseria de mirar para otro lado, la miseria de priorizar mi propia estabilidad o bienestar, la miseria de querer construir una cultura de espaldas al dolor y su cuidado, la miseria de relaciones familiares dañadas, de vidas malogradas.

Ahora bien, sin tomar decisiones, sin acciones concretas, la compasión es mero sentimentalismo estéril. Tomar decisiones cambia el mundo. Hace real el “efecto mariposa”: puede que el gesto del samaritano y las pequeñas decisiones de cuidado que podemos aportar cada uno día a día, sean solo el aleteo de una mariposa en medio de un mundo aparentemente caótico, pero también puede ser el elemento que logre la diferencia. ¿Acaso no ocurre esto en un equipo de trabajo, en decisiones profesionales, en un grupo de amigos? ¿acaso no hemos experimentado que un pequeño gesto de alguien igualmente pequeño acaba modificando el ambiente de ese lugar y llega a contagiarnos a todos?

No denostemos a quienes se paran y cambian su jornada conmovidos hasta las entrañas por el dolor ajeno. Y, entre medias, pensemos que en cualquier momento podremos ser nosotros los que estamos al borde del camino esperando que alguien -además de hacer bien su trabajo- decida mirarme y no pasar de largo.

03 | 04 Compasión: también un modo de auto-cuidarnos

Si atendemos a los estudios sobre burnout podríamos aventurar que el samaritano era un hombre satisfecho de sí, con vocación para el cuidado y autocompasivo (Buceta et al., 2019; Aranda et al., 2017). Y estaríamos enlazando también con buena parte de la tradición espiritual más genuina: “Donde hay compasión y caridad, la ira y el rencor no pueden prevalecer” (Doroteo de Gaza); “el que ama verdaderamente a su prójimo, ha desterrado la ira de su alma” (Juan Clímaco).

Es decir, ya los antiguos tenían claro que la compasión no solo alivia el dolor ajeno y cambia el tejido social, sino que también hace más feliz a quien lo pone en práctica. No es casual que el mal espiritual conocido como “acedia” describa a sujetos que ni ponen cuidado en lo que hacen ni en el trato con los demás. Dicen que estos síntomas de cansancio vital pueden provenir, igual de un exceso de activismo que de falta de cuidado de uno mismo, de los propios proyectos o motivaciones, repetidas desilusiones o un marcado desentenderse de lo que ocurre alrededor:

“Todo le indigna, todo lo exaspera; el trabajo le causa tedio y es motivo para que se murmure sin cesar. No conoce moderación alguna y como un caballo indómito corre vertiginoso y sin freno hacia el precipicio. Vive descontento de todo…” (Juan Casiano, cit. por Rivas, 2008, p. 115).

La compasión conlleva dar de lo que somos y tenemos a quien lo necesita, como la limosna, siempre que sea desinteresada (sin esperar recompensa, ni siquiera la autosatisfacción de haber obrado bien), con libertad y alegría (Larchet, 2020, p. 528). Algo que en la tradición de la Iglesia conlleva un bien añadido: cura la ansiedad, agitación y tristeza de quien así se deja conmover y actúa: porque hacernos compasivos y sensibles al prójimo nos humaniza, nos sana de nuestras propias sombras, iras, frustraciones y convierte nuestro desprecio de los demás por respeto honesto.

Ejercer la compasión podría ser un primer paso de autocuidado, de benevolencia con nosotros mismos, capaces de reconocer nuestras debilidades en la fragilidad ajena, en la vulnerabilidad y el daño injusto que nos sigue removiendo las entrañas.

03 | 05 Compasión: un modo de estar en la vida

Es evidente: “El hecho de creer en Dios y de adorarlo no garantiza vivir como a Dios le agrada […] La paradoja es que a veces, quienes dicen no creer, pueden vivir la voluntad de Dios mejor que los creyentes” (FT 74). El camino de la vida, de los salteadores y de los samaritanos es el mismo para todos. Toca elegir cada día cómo transitarlo. Creamos o no. Con fe o sin ella. Porque finalmente (al menos para el Dios de Jesús, un Dios encarnado), todos rendimos cuentas a la “carne”, a la humanidad más humana. Allí nos encontramos todos. Y a ella nos debemos todos. Si además lo hacemos desde una opción creyente, recordemos que El buen samaritano es un texto eucarístico: ve y haz tú lo mismo… haced esto en memoria mía… cuida de él. Que nadie nos sea ajeno.

En definitiva, ser compasivos es elegir vivir más allá de lo obligado (Washburn, 2005). ¿Es eso la virtud? Me recuerda aquello que Cicatelli decía de san Camilo: “y cuando por la noche ya no sabía qué hacer, recorría silenciosamente el hospital tapando a los enfermos, o con una candela en la mano iba de cama en cama matando a los piojos que no les dejaban descansar”. Dar aquello que nadie te pide, hacer aquello que nadie te va a exigir. Ir matando los piojos que no dejan descansar es mucho más que proveer la cama y el alimento. Este ir más allá en la vida y en nuestra labor de cuidado solo se sostiene al ser conscientes del vínculo entre ayudante y ayudado desde la común fragilidad: ambos humanos, caducos, falibles, pero también capaces de hacernos crecer, de cuidarnos y hacernos felices (Oreopoulos, 2001). Esa fuente de sentido no se agota, aunque nos cueste más beber de ella. Cuando cuidamos porque nos sabemos también nosotros necesitados y vulnerables (susceptibles de ser asaltados en cualquier camino y apaleados), no nos vence el desaliento o la frustración. Porque no lo hacemos por alcanzar un bien mayor o ser más perfectos sino para no dejar de ser lo que somos, para no deshumanizarnos.

Bibliografía

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