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experiencias | Num.342
08 | 2 La esperanza en el último tramo.

Mª Isabel Ródenas Iruela,
Médico Especialista en Geriatría. Hospital Universitario San Rafael. Granada

Este artículo no pretende ni mucho menos ser una lección de filosofía acerca de la esperanza, ni una revisión bibliográfica sobre las connotaciones éticas del concepto. Más bien es una búsqueda personal de respuestas y una reflexión compartida después de intentar mirar a través de los ojos expertos, profundos, arrugados y algo cansados de algunas de las personas mayores con las que me relaciono. Personas referentes para mí por distintos motivos, que suponen una experiencia vital y una invitación a imaginar cómo será o cómo me gustaría que fuese mi propia vejez.

Lo que pretendo es ampliar la mirada y ponerme un poco sus gafas porque, desde mis cincuenta años no puedo ver lo que ellos ven desde sus ochenta: ¿Cómo hablar de esperanza cuando apenas queda tiempo? ¿Qué me cabe esperar cuando parece que ya todo ha llegado?  ¿Cómo mirar hacia delante cuando ya se ha alcanzado el horizonte?

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08 | 2 | 1 De qué vamos a hablar.

La esperanza es definida por la Real Academia de la Lengua como un estado de ánimo en el cual se nos presenta como posible aquello que deseamos.

El estado de ánimo y el deseo son condiciones humanas que transcienden lo meramente físico y fisiológico. A diferencia de la espera, la esperanza es una condición exclusivamente humana. El sentimiento de esperanza hace que se arroje algo hacia delante con la idea de poder lograrlo. La capacidad de espera, sin embargo, es común al resto de seres vivos, así, por ejemplo, una planta espera a que se den las condiciones óptimas para florecer, un tallo espera a poder germinar, un animal espera la época adecuada para procrearse o el momento oportuno para cazar.

El ser humano, como ser racional pero también sensible, es capaz de mirar al futuro con una perspectiva distinta a la del resto de seres vivos. Una perspectiva que le permite anticiparse o proyectar lo que quiere y desea; es ahí, en esa proyección de futuro, donde habitualmente se entiende la esperanza.

Podemos ser más precisos y diferenciar una esperanza defiante de una esperanza confiante. La esperanza defiante nos empuja y pone en marcha para lograr aquello que queremos, buscamos o deseamos. Pero somos conscientes de que no todos los proyectos pueden lograrse, sabemos de la limitación de lo que se puede conseguir. Entonces somos capaces de desear más allá de nosotros mismos y aparece la confianza y el deseo de que, si no yo, sea otro el que lo logre: la esperanza confiante. Y en esta confianza surgen sentimientos transcendentes, religiosos o no, que nos permiten, en algunos casos, no “perder del todo la esperanza”.

Cuánto de verdad hay en esto? ¿De verdad confiamos en los que vienen detrás? ¿Cómo viven los más mayores la esperanza y la confianza?

08 | 2 | 2 Con quién queremos hablar.

Cuando hablamos de “personas mayores”, parece que lo estemos haciendo de un grupo de edad más o menos homogéneo, con unas características y circunstancias parecidas; nada más lejos de la realidad. El recorrido vital de cada individuo determina tanto el destino final, que es imposible equiparar por edades la situación de cada uno. Los años vividos hacen mella en cada persona de un modo muy distinto, tanto desde el punto de vista físico como cognitivo, emocional o espiritual. Los acontecimientos vitales, por parecidos que sean, moldean de manera singularísima la personalidad y la forma de situarse en la vida.

Desde el punto de vista de la patología tampoco podríamos homogeneizar este grupo, y, para más complejidad, el modo de enfermar con los años tiene unas peculiaridades especiales (presentación atípica de enfermedades, manifestaciones oligosintomáticas de patología, comorbilidades, polifarmacia, etc..).

Si proyectamos una mirada desde la ética clásica a los problemas que encontramos en los pacientes de mayor edad, estos pueden ir desde la justicia a la inatención (discriminación por edad, o desatención institucional), desde la no maleficencia al maltrato en cualquiera de sus formas (infantilización o abuso), desde la autonomía al paternalismo (dificultando una toma de decisiones autónoma ) o desde beneficencia al trato inadecuado (dando por supuestas formas de trato que no son las que la persona quiere).

Tengo la suerte y el privilegio de que mi trabajo me permite atender y acompañar a personas mayores sanas, enfermas, frágiles, o muy graves. Esto supone para mí una posición afortunada desde la que poder reflexionar sobre mi propia trayectoria vital. Sin embargo, al preguntar por la esperanza, no quería limitarme sólo a este entorno ni tratar el tema sólo desde un modelo de relación de ayuda médico- paciente. Por eso las personas a las que lanzo la cuestión sobre la esperanza no son pacientes, sino de algún modo, convivientes en mi día a día y desde ahí, me atrevo a preguntarles: ¿Vive usted su vida actual con alguna esperanza; de ser afirmativa la respuesta, ¿en qué tiene esperanza?

08 | 2 | 3 Testimonios

S.

Conozco a S. una tarde de otoño sentada en el banco de un parque mientras sostiene un recipiente con fruta en una mano y un bocata en la otra. Un precioso niño rubio e inquieto le grita desde el tobogán a pleno pulmón y con las vocales muy abiertas “¡abuelaaaa, miraaaaa!”.

El precioso flequillo de una melena inmaculadamente blanca, el rojo pañuelo anudado al cuello y las gafas de sol modernas, no son más que la antesala de una sonrisa sincera y abierta que invita a compartir la tarde sin dejar de poner un ojo en los columpios.

Son varios los encuentro que tengo con S., siempre en circunstancias parecidas:  con niños que juegan, corren, ríen y meriendan alrededor de madres y abuelas. “Me encanta estar con mi nieto, aprovecho estos ratos con él y además les echo un cable a los padres”. Una de tantas abuelas que colaboran activamente en la crianza y cuidado de unos nietos cuyos padres han entrado en la trampa de la conciliación imposible. Pero esta abuela tiene algo especial: irradia ganas, alegría responsable, cuidado pensado, respeto a lo ajeno y sabiduría de vida. En uno de nuestros encuentros, le lanzo la pregunta y, como respuesta, me regala un texto que me permite transcribir:

«No estoy vieja» Con esto quiero decir que no me comporto ni me siento como los estereotipos culturales y sociales de las mujeres de mi tempo. La discriminación por edad es algo muy preocupante para las mujeres, creo que más que el hecho en sí de envejecer. A pesar de esto, he aprendido a ser resiliente. 

En esta etapa de mi vida me siento emocionalmente estable. Es un tiempo de planes a corto plazo, pero siempre con mucha motivación. Mi vida ahora es disfrutar de lo que me trae cada nuevo día: mi pequeña familia, mis nietos (principalmente), las/os amigas/os, salir a cenar, viajar, ir al cine…Todas y cada una de esas cosas las disfruto mucho ahora, soy de naturaleza «disfrutona».

La estabilidad emocional de la que ahora disfruto, creo que se debe al autoconocimiento, a la inteligencia emocional y la empatía hacia los otros. Todo aprendido a través de los años.

Es muy probable que me tenga que enfrentar a momentos de tristeza, pues siempre está al acecho la sombra de la soledad o la enfermedad. Pero todos sufrimos y hay que crecer. Gracias a mis ideas y mi capacidad para lidiar con el dolor y la alegría, conozco este péndulo entre la alegría y la tristeza; este conocimiento hace que viva la vejez como un catalizador para el crecimiento personal, espiritual y emocional.

He aprendido que la felicidad es una habilidad y una decisión. He aprendido a buscar amor, humor y belleza todos los días. He adquirido una actitud para apreciar la vida y cambiar hábitos y formas de ser. Ahora soy más paciente, también más selectiva en diversas rutinas de cada día.

Envejecer es un destino increíble, conforme nos arrebata muchas cosas, se encuentran otras. Amar de forma diferente, apreciar lo que tienes, desdramatizar situaciones. Mi bienestar se construye a base de ganas e intenciones y que mis expectativas sean razonables.

Cuidar de mi salud física y mental es una de mis prioridades. No quiero vivir muchos años… quiero llegar bien a la meta mientras que pueda.

No quiero ser una mujer con rencor, antipática o malhumorada. Quiero ser cada día una mujer más amable con los demás, también conmigo misma, honesta y auténtica.

J.M.

Conozco a J.M. desde que él tenía mi edad: hace casi treinta años. Un hombre formado, correcto, inteligente, atento, de ideas liberales y bien argumentadas. Profesor, médico y padre de familia. Lo conocí impartiendo una de las mejores clases a las que asistí en la facultad y que aún recuerdo. Sus esquemas en la pizarra eran una señal de lo bien organizada que estaba su cabeza, de la capacidad crítica y argumentativa, del trabajo concienzudo y el deseo de saber. El afecto que perdura en el tiempo me permite mantener el contacto con él, aunque sea sólo un par de veces al año, siempre con cariño y admiración. A pesar de que me cuesta trabajo hacerle una pregunta que, entiendo, supone asomarme un poco a su intimidad, me atrevo a hacerlo. Como respuesta lo primero que obtengo es una disculpa por cierto tono pesimista:

“Sabes que soy muy sistemático, me organizo bien la semana, mantengo el contacto con los hijos y los nietos, sigo acudiendo a la tertulia semanal y hago ejercicio, pero los fines de semana se me hacen interminables, se me cae la casa encima. Te contesto encantado, aunque no quiero transmitirte desasosiego”.

“Consulto el diccionario y leo la definición: estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea. En mi estado actual desear, lo que se dice desear, desde el último recodo del camino, sólo deseo que mi muerte sea rapidita y sin dolor. Soy un hombre afortunado, pues he alcanzado mis metas humanas y profesionales. Como médico y agnóstico que soy, considero la muerte como un proceso biológico y natural, y como tal lo acepto. Por las mismas razones tengo interés en conocer cuál será la enfermedad que acabará conmigo; pero sin ansiedad y con auto vigilancia. Si esperanza es igual a deseo, deseo que mis hijos, mis nietos, mis amigos y la gente a la que quiero sean razonablemente felices. Que el mundo recupere la armonía de la Naturaleza…, aunque yo no lo veré, pero ojalá lo viesen ellos. Como agnóstico, no alcanzo a comprender la posibilidad de otra vida, la resurrección o algo después de la muerte, por lo que no supone esto esperanza alguna para mí”.

M.

M. es mi vecina del quinto piso. Desde que llegué al bloque, se ofreció para lo que fuese preciso y me acogió de algún modo en un vecindario donde casi no había niños y la media de edad de los vecinos superaba los setenta años.

Es una mujer jovial, atenta, de risa sonora, de aspecto cuidado y de vida muy llena. Con frecuencia la veo por las mañanas, toda elegante y con sus labios carmín, cuando vuelve a casa después de hacer las pequeñas compras del día y haber tomado café con sus amigas. Le gustan las plantas (y las regala), le alegra cocinar (e invita), y le gusta recitar poemas (y que le reciten versos). Durante los veinte años que llevo viviendo aquí mantenemos una relación cordial de confianza y respeto.

En los últimos meses ha comenzado a encontrarse mal, limitada por un dolor articular que no se resuelve y que la lleva dando bandazos por el sistema sanitario sin lograr alivio. Cada día más limitada, comienza a renunciar a cosas importantes para ella: no puede salvar el escalón de la entrada, no va a la peluquería, le cuesta mantenerse en pie para cocinar… poco a poco abandona sus hábitos y comienza a depender de sus hijos que ya hacen turnos para acompañarla por las noches. Yo la visito de vez en cuando, me gusta estar con ella, intento ayudar sin invadir (como ella ha hecho siempre), y en una de esas visitas, tratando de incitarla a que beba un poco de té, comienza la conversación sin pregunta previa:

“No quiero beber más, no quiero vivir más, no me fuerces, por favor. Estoy tranquila, estoy en paz. Tengo mi vida ya hecha, creo que lo he hecho lo mejor posible. Mis hijos están bien, mis nietos salen adelante y mi única esperanza ahora es irme cuanto antes. No tengo miedo, quizá la esperanza de volver a ver a mi padre y a mi marido… ¡qué buenísima persona era! No me des nada más, de verdad, mi vida debe terminar, ojalá fuese esta misma noche, aquí, tranquila, como estoy ahora, sin dolor, sin ruido, sin pena. Todo está bien y yo tengo que irme”.

M. murió a los pocos días de esta conversación. No lo hizo en casa, sino en el hospital, después de la negativa a una transfusión y el rechazo del tratamiento que precisó de una interconsulta a psiquiatría porque el médico responsable no entendió la situación y dudó de la autonomía de la enferma. Resulta paradójico que los médicos lleguemos a creer que salvamos las vidas de los pacientes, cuando es la vida de los pacientes lo que nos salva a nosotros. Aún nos falta camino y pacientes como M. que nos enseñen que cuidar es tan importante o más que curar y que lo que creemos mejor para el paciente, no siempre coincide con lo que este quiere y desea.

Me quedo con los labios rojos de M. paseando por el barrio, con las plantas que me regaló y con la receta de su arroz con leche. Pero sobre todo con su modo de aceptar la pérdida y el final con dignidad, agrado y agradecimiento.

J.A. y C.

J.A. y C. son un sólido matrimonio que llega a mi consulta preocupado por ciertas dificultades de J.A. al respecto de su memoria. Ambos tienen un alto nivel cultural, han logrado una vida plena desde el punto de vista intelectual, familiar y afectiva, al menos esa es la impresión que me da en cuanto paso unos minutos con ellos. Me cuentan su día a día con numerosas referencias a sus hijos y nietos, estudios y trayectorias profesionales de estos. J.A. es un importante arquitecto jubilado, acostumbrado a tener grandes responsabilidades y a tomar decisiones complejas diariamente. Desde hace un tiempo se encuentra más lento, precisa de más tiempo para expresar lo que quiere decir, y no es hombre de pasar de largo, se empeña en aquello que quiere manifestar a pesar de los circunloquios que precisa hasta llegar a la cuestión. Esto ha motivado que la vida cotidiana sea más difícil, todo el mundo va más rápido, todo se sucede con demasiada inmediatez, da la impresión de que el mundo sea sólo para los rápidos…

Esta reflexión es una de las cosas que hace que J.A. no sea para mí sólo un paciente más. Hemos establecido una relación cordial de ayuda y apoyo. Aprovechando su implicación e interés le pido permiso para preguntarle, tanto a él como a su esposa, sobre su visión esperanzada, o no, de la vida.

J.A.: “Tengo absoluta esperanza en la vida, pero tampoco tengo ahora necesidad de nada. Yo estoy mucho mejor que hace meses y lo que espero de la vida es seguir enterándome bien de la marcha de todos mis nietos. Mi esperanza también es lograr hacer feliz a C., ahora que me he reencontrado con ella después de mucho tiempo dedicado a mis cosas laborales, sobrevivo gracias a ella y me gustaría hacerle feliz. Lo que yo vaya a durar, que no puede ser mucho, que no esté cargado de limitaciones y problemas con los que cargue a mi familia”.

C.: “Siempre he sido una persona positiva, de ilusionarme y eso, pero ahora lo veo todo un poco peor. Aunque todo va mejor y J.A. está mejor que cuando llegamos. Yo veo que me hago mayor, que me canso, selecciono más las cosas y la gente, pero es difícil que yo me ilusione ahora por nada. Mis nietos me ilusionan, pero los pequeños también me cansan mucho. Me pesa todo mucho. Como J.A. se ha ido retirando de casi todo, ahora soy yo la que está más ocupada…

Lo que me cabe esperar es tener paciencia y alegría para seguir llevando a J.A. y cuidarle con alegría. Me preocupa más su final que el mío, no quiero verlo deteriorarse. Él siempre ha demandado mucha atención por mi parte y es muy exigente, me gustaría hacerlo bien.

Yo creo en la otra vida y quiero pensar que las cosas mejorarán. He sido muy afortunada, he tenido muy buena familia, con mucho amor, si ahora me toca la parte mala, no puedo quejarme”.

08 | 2 | 4 Conclusión

Quizá la esperanza no deba buscarse sólo mirando hacia delante, a veces el camino ya recorrido por otros pueda arrojarnos luz, ganas, conciencia, deseo y razón para seguir esperanzados.

Participo de las reflexiones descritas anteriormente y de todas, saco aprendizaje:

  • No pases de largo delante del espejo que es la madurez y vejez de los que te rodean. No pierdas esa oportunidad de aprendizaje.
  • Aprovecha el momento presente para hacer aquello que te gusta, entrena tus pasiones y podrás seguir disfrutando.
  • Cuídate de manera razonable, sin obsesiones ni extremismos.
  • Aprende a perder y a despedirte con dignidad y agradecimiento de las cosas que ahora tienes.
  • No corras, el mundo no es sólo de los rápidos: la velocidad es mala amiga del disfrute de la belleza.
  • Cuidar y dejarse cuidar, amar y dejarse amar son pilares para mantenerse esperanzado también al final de la vida.