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02 | Num.329
La enfermedad,
espacio de fraternidad posible.

Margarita Saldaña Mostajo
Licenciada en Periodismo y Teología Dogmática.
Miembro de la familia espiritual de Carlos de Foucauld.

La autora nos muestra la figura de Jesús para acercarnos al concepto de fraternidad a través de sus discípulos. De la experiencia compartida en el encuentro del Maestro con sus discípulos, desemboca la construcción de la fraternidad.
Una fraternidad que en tiempos de dificultad, como el que estamos viviendo durante la pandemia, se hace más patente. La pan­demia nos ha revelado que somos mucho más vulnerables de lo que creíamos, y esta vulnera­bilidad compartida se transforma en lugar de encuentro entre todos los seres humanos del planeta.
Cuando la enfermedad se presenta sin llamar a nuestra puerta o a la de nuestros seres queridos, nos sentimos, a la vez, desamparados y vinculados de una manera nue­va y aún más profunda. La enfermedad, aunque cierra muchas posibilidades, abre ciertos espa­cios en los cuales es posible “sentir y gustar in­ternamente” que somos hermanas y hermanos. La enfermedad, paradójicamente, puede vivirse como espacio de fraternidad.
 
Palabras clave: fraternidad, cuidado, hermano, vulnerable
Author shows us the fi gures of Jesus and his disciples to approach the concept of fraternity. From the shared experience of the encounter between the Master and his disciples, the construction of fraternity rises.
A fraternity that is more evidenced in troubled times, such as those we are living with the COVID pandemic. The pandemic revealed that we are more vulnerable than we thought, and this shared vulnerability becomes a meeting place among all human beings.
When illness appears without knocking at our or our loved ones’ door, we feel forsaken and, at the same time, linked in a new and deeper way. Despite illness closes lots of possibilities, it opens certain spaces to “internally feel and like” that we are brothers and sisters. So, paradoxically, illness can be lived as a fraternity space.

 

Keywords: Fraternity, Care, Brother, Vulnerability.

01 | La lógica de Jesús

«Todos vosotros sois… discípulos»

Si Jesús hubiese estudiado lógica, quizá hubiera formulado ciertas frases de otra manera. En lugar de decir: «Uno solo es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23,8), tal vez hubiese afirmado: «Uno solo es vuestro Maestro y todos vosotros sois discípulos».

Pero Jesús de Nazaret nunca pasó por los círculos privilegiados de los estudiosos de su época. Una vez que terminó la formación básica en la sinagoga de su pueblo, como todos los chicos de su edad, se quedó en la escuela de la vida ordinaria y allí siguió aprendiendo durante treinta años. Su autoridad, que va a provocar una gran admiración cuando comience su ministerio itinerante, no procede de la academia ni de los libros, sino de su experiencia profunda de la vida y de su relación íntima y única con el Padre.

En el seno de la cotidianidad nazarena, marcada por la rutina que forma parte de toda trayectoria humana, el Hijo de Dios encarnado entra en contacto con la realidad y descubre aquellos espacios de la existencia que se hallan sedientos de sanación. Jesús se compromete a fondo con la misión que el Padre le ha confiado, y esta opción sin dobleces le costará la vida.

El evangelista Mateo presenta la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén (de la cual hacemos memoria cada domingo de Ramos) y sitúa a continuación varias escenas polémicas que dejan ver una tensión creciente entre Jesús y los dirigentes del pueblo judío: la expulsión de los mercaderes del templo, la parábola de los viñadores homicidas, la cuestión sobre el tributo debido al César, etc. A través de estos encuentros -más bien «encontronazos»- Jesús denuncia la hipocresía de los líderes religiosos, señala el sufrimiento que padecen los pequeños e invita a sus seguidores a adoptar una actitud radicalmente diferente.

 

Discipulado, filiación, fraternidad

Seguir a Jesús no es una decisión nacida de los propios razonamientos ni de una voluntad férrea. «Llamó a los que quiso, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14). «Los que quiso» no eran personas particularmente dotadas; su pasado distaba de ser intachable y su capacidad de asimilar el proyecto de Jesús no iría desarrollándose más que a base de mucho tiempo.

Entre esas personas, convocadas por Jesús a formar parte de su grupo de seguidores cercanos, había trabajadores sencillos (Pedro, Juan…), colaboradores del ocupante romano (Mateo), radicales (Judas)… Había también mujeres, que no estaban autorizadas a sentarse en el círculo de los discípulos y cuyos nombres olvida fácilmente la historia: María y Marta, Magdalena, Juana, Susana «y otras muchas que le seguían y le servían con sus bienes» (Lc 8,3). Esta gente, dispar desde muchos ángulos, debe ir descubriendo ciertos puntos en común: porque son hijas e hijos de un mismo Padre, son hermanas y hermanos en humanidad.

Para la difusión del Evangelio, sin embargo, Jesús no cuenta solamente con aquellos que le siguen más «de cerca»; también se apoya en el testimonio de quienes viven un encuentro profundo con él y quedan curados de algún mal. Lucas narra la liberación de un hombre poseído por una legión de demonios que, al ser curado, pide a Jesús que le permita subir con él a la misma barca. «Pero Jesús lo envió a su casa diciéndole: «No, regresa a tu familia y diles todo lo que Dios ha hecho por ti». Entonces el hombre fue por toda la ciudad proclamando las grandes cosas que Jesús había hecho por él» (Mt 8,39).

 

La enfermedad espacio de fraternidad posible

El discipulado, pues, es un don que se declina de muchas maneras, y cuyas raíces se remontan a la experiencia compartida del encuentro con Jesús. El proyecto de este Maestro consiste en ensanchar la mesa del Reino para que a ella puedan sentarse, con toda dignidad, cada uno de los seres humanos, criaturas queridas y nacidas del corazón de un mismo Padre. Reconocer a Jesús como único Maestro es saberse sencillamente discípulo, seguidor, aquel que va detrás y que marcha tras las huellas de Otro. Es también tomar conciencia de ser hija o hijo de un mismo Dios, que ama a cada persona con un amor infinito.

El discipulado y la filiación desembocan naturalmente en la construcción de la fraternidad. La mesa que el Señor ha venido a preparar, y de la cual Él mismo se hace servidor, es la mesa de los hermanos y las hermanas, que se saben invitados por pura gracia, esperados desde la creación del mundo, y enviados a salir a los caminos para traer al banquete «a los pobres, lisiados, ciegos y cojos» (Lc 14,22). Esa mesa es un lugar tan privilegiado que en ella nadie disfruta de otro privilegio más que el de tener a Dios como Padre.

02 | Espacios de fraternidad

«Todos vosotros sois hermanos»

El alcance de esta declaración de Jesús se vuelve más patente en tiempos de dificultad. La pandemia nos ha revelado que somos mucho más vulnerables de lo que creíamos, y esta vulnerabilidad compartida se transforma en lugar de encuentro entre todos los seres humanos del planeta. En el fondo, esta lección que muchas personas han aprendido con sorpresa en tiempos de coronavirus la conocen bien los enfermos y quienes les acompañan cotidianamente.

Cuando la enfermedad se presenta sin llamar a nuestra puerta, o a la puerta de nuestros seres queridos, nos sentimos, a un mismo tiempo, desamparados y vinculados de una manera nueva y aún más profunda. La enfermedad, aunque cierra muchas posibilidades, abre ciertos espacios en los cuales es posible «sentir y gustar internamente» que somos hermanas y hermanos. La enfermedad, paradójicamente, puede vivirse como espacio de fraternidad.

 

La vulnerabilidad expuesta

Mientras me formaba para trabajar en cuidados paliativos, realicé distintos períodos de prácticas. Me incomodaba mucho sentir que mi lugar de aprendizaje era el propio enfermo, particularmente su cuerpo desnudo y expuesto. En una ocasión en que mis gestos fueron algo torpes, le pedí disculpas a un señor: «Perdóneme por torturarle así…» A lo que él me contestó con ternura y pena: «¡Ojalá que todo el mundo me torturase igual! Usted hace todo lo posible para ayudarme, aunque se equivoque porque está aprendiendo, pero hay personas que pasan por esta habitación sin dirigirme ni siquiera la mirada».

Todos los seres humanos vivimos con nuestros propios «agujeros», pero mientras estamos sanos logramos más o menos disimularlos. Encontrarse postrado en una cama de hospital o en una silla de ruedas cambia radicalmente la situación; una nueva dependencia se instala sin pudor, y se impone la presencia de otra persona para realizar los menores gestos de la vida cotidiana. Nuestra vulnerabilidad queda, pues, expuesta a la mirada del otro, a merced de su atención o de su indiferencia.

La vulnerabilidad del otro viene a recordarnos que también nosotros somos susceptibles de ser heridos. Ante un cuerpo desnudo o martirizado por la enfermedad puede despertarse la conciencia aguda de que ese «otro» podría ser «yo», más aún, ese «otro» representa anticipadamente lo que un día «yo» seré. La visión de la fragilidad tiende entonces un puente hacia la fraternidad: dejarme cuidar y cuidar constituyen dos movimientos distintos de una misma condición humana, de una finitud compartida, por la que todos estamos llamados a transitar.

 

La búsqueda difícil

Un paciente en fase casi terminal, culpabilizado por la muerte prematura de su hijo y de su esposa, rehúsa todo tratamiento contra el dolor. Solo manifiesta una gran cólera y un deseo sostenido de morir cuanto antes. Un día me pregunta si puedo darle una pastilla que le mate en el acto. Al día siguiente expresa ideas suicidas: me dice que, como no le queremos dar la pastilla, él mismo usará su cuchillo. Todas las vías de comunicación parecen cerradas, excepto esta, la queja continua y amarga que retiene mi atención impotente.

La enfermedad plantea con frecuencia muchas cuestiones y ofrece escasas respuestas: por qué yo, por qué ahora. Acoger las preguntas, dejarlas ser, soportar el desagrado que provocan, permitir que resuenen en un interlocutor humano… Todo ello es seguramente un servicio tan oculto como indispensable en el acompañamiento de las personas enfermas. Cuántas lágrimas angustiadas enjugan cada día los voluntarios, cuántas confesiones desgarradoras reciben los capellanes, cuántos planteamientos éticos deben afrontar diariamente los profesionales de la salud.

Ante la complejidad de las problemáticas desencadenadas por la enfermedad, todos somos hermanos en la búsqueda difícil de salidas, de resquicios de sentido. A menudo, cada uno nos vemos confrontados a nuestros propios interrogantes y nuestra propia impotencia; en el trasfondo, sentimos latir la sombra amenazadora de la muerte. La búsqueda compartida nos permite apoyarnos en las certezas del otro cuando las nuestras tiemblan, y nos ayuda a levantarnos y a seguir adelante cuando la sensación de fracaso se levante como un muro gigantesco ante nosotros.

 

La alianza

Durante el primer confinamiento, mientras que las visitas están estrictamente prohibidas, un enfermo de 52 años me interpela: «No me puedo morir antes de que el confinamiento termine. Tengo que volver a ver a mis hijos, aunque sea una sola vez. ¿Usted va a ayudarme a vivir?» No puedo garantizarle que le queden suficientes días o semanas de vida para lograr reencontrar a su familia, pero le aseguro que le ayudaré a vivir hasta el final, pase lo que pase. El paciente morirá unos días después. Humildemente, yo creo haber cumplido mi promesa.

Uno de los primeros efectos del pecado original, de la fisura que el ser humano establece en su relación con Dios, es la negación del otro. Caín, después de matar a Abel, rehúsa su responsabilidad: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). El pecado rompe la fraternidad en la medida que endurece en corazón y nubla la mirada, impidiendo ver en el otro un hijo del mismo Padre.

La actividad sanadora de Jesús pasa por una mirada atenta al ser humano que tiene delante. No es un curandero de paso, al que se le vayan cayendo los milagros de los bolsillos, sino una persona afectada por la realidad de alguien que sufre, por el motivo que sea. El enfermo no es para Jesús un objeto que le permita realizar un milagro; es una persona cuya dignidad herida reclama una respuesta. A diferencia de Caín, Jesús se siente guardián de sus hermanos y actúa en consecuencia.

En la mirada de Jesús se esconde una invitación a la alianza, a una reciprocidad verdaderamente humana que restaura la dignidad. Algunos enfermos deben dar un paso de fe hacia su curación, otros son enviados a testimoniar o a emprender una vida nueva. Además, Jesús arrastra la mirada de sus discípulos en la dirección de su propia mirada; quienes le siguen no pueden quedar indiferentes ante el sufrimiento de sus hermanos, sino que son impelidos a comprometerse porque también ellos, los pequeños, los que sufren por cualquier motivo, son hijos de Abrahán.

En el acompañamiento de las personas enfermas, se establece una alianza fundamental: si no somos garantes de la vida del otro, si nadie puede prometer su curación, sí que somos «guardianes» de su dignidad. No podemos evitar que el otro sufra o muera, pero podemos ayudarle a vivir hasta el final, podemos y debemos asegurar a su lado una presencia verdaderamente humana: la presencia de los hermanos.

 

La cultura del cuidado

Una tarde, ya bien al final de la jornada, una paciente me dice: «Parece usted cansada, venga a echarse un rato en mi cama, que es muy cómoda». Sorprendida, le respondo con una pizca de humor: «Y si yo me acuesto en su cama, ¿dónde va a ir usted?» Y ella, como si nada: «Ya veremos, eso no tiene importancia».

El papa Francisco insiste de muchas maneras sobre la necesidad de generar una cultura del cuidado, basada en signos cotidianos que albergan una proyección mucho mayor que ellos mismos. «El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor» (Laudato sii 937). Sin saberlo seguramente, esa paciente que me ofreció un poco de reposo estaba construyendo una humanidad más plena.

La sociedad considera a menudo (sin confesarlo abiertamente) que los enfermos y, sobre todo los ancianos, son seres inútiles y consumidores de recursos, personas dependientes que reclaman constantemente cuidados. Vamos demasiado deprisa como para percibir que estas personas, aunque efectivamente experimentan una vulnerabilidad que les obliga a recibir cuidados, son también fuente de riqueza humana y generadoras de cuidados para su entorno. Cuántas veces una familia que acogió con dudas en su seno a un hijo discapacitado se da cuenta, con el paso del tiempo, de que su presencia es una bendición por diversas razones: porque genera unidad, porque revela las discapacidades que cada uno camufla, porque es signo de ternura…

Cuidar, por lo tanto, es un espacio de fraternidad en el cual nos descubrimos como hermanas y hermanos. Más allá del rol que ejerzamos, todos podemos cuidar de los demás, estemos enfermos o sanos. Qué alivio representa en una planta sobrecargada encontrar a un paciente que sabe esperar, o que recibe a los profesionales con una sonrisa o con una palabra de agradecimiento; ese paciente cuida la vida mucho más de lo que alcanza a imaginarse. La cultura del cuidado no se construye en una sola dirección; solo la responsabilidad de todos, nuestro compromiso cotidiano con los demás, puede hacerla posible.

 

El salto de la esperanza

La víspera del confinamiento tenemos que avisar a las familias de que al día siguiente las visitas ya no estarán autorizadas. Me dirijo a un señor que llora en el pasillo, y que asiste a su madre, inconsciente: «Nunca podremos acompañar a su madre como lo hace usted, pero la tomaremos con gran cuidado en nuestras manos». El señor se enjuga las lágrimas y esboza una gran sonrisa: «¡Usted es Dios en la tierra!» Asombrada, y un poco molesta, le respondo inmediatamente: «No exagere, caballero». A lo que él contesta con toda naturalidad: «¿Sabe? Yo soy creyente, y cuando usted ha venido a hablarme estaba rezando, diciéndole a Dios que le confiaba a mi madre entre sus manos. Usted me ha dicho que va a tomar a mi madre en sus manos. Esta noche, usted es Dios para mí».

Esa noche, me siento profundamente hermana de este hombre, del que sin embargo todo parece separarme: edad, sexo, situación… Me siento hermana, por el hecho de afrontar juntos el peso dramático de una ausencia demoledora. Hermana, también, por el encargo recibido de cuidar en su lugar, y con la ternura misma de Dios, a su madre agonizante. Esa mujer, hasta ahora desconocida, se transforma un poco en mi propia madre.

La fraternidad que se teje en torno a la muerte, más aún en las circunstancias trágicas de la pandemia, es difícilmente explicable. Se apoya en el dolor compartido pero muchas veces logra dar un salto para ir más lejos: el salto de la esperanza. Algunas personas se acercan a la muerte con una fe religiosa explícita, que les ayuda a otorgar un sentido al dolor y al miedo. Otras no cuentan más que con una suerte de «fe humana» que recupera la memoria del bien y de ahí extrae la fuerza necesaria para seguir adelante.

Estas dos «formas de fe» logran encontrarse cuando existe un deseo auténtico de acompañar. Se trata de salir al paso de la persona que sufre allí donde está y de permitirle que recorra ese camino único que es el suyo, más allá de que su manera de afrontar la muerte coincida o no con la nuestra. Un creyente puede esperar que el amor de Dios, creativo hasta el infinito, sabrá conquistar a su criatura, independientemente de lo que nuestros ojos logren atisbar.

Si el miedo a la muerte nos hermana en lo más hondo de nuestra condición, también la esperanza nos convoca. Los cristianos creemos que nuestro destino es la vida, y que las lágrimas que empañan nuestra mirada no conseguirán borrar el puerto de llegada que nos aguarda. Esta certeza, dubitante y firme a la vez, no radica en la seguridad que confieren los propios méritos, tan mediocres, sino en la experiencia de haber salido de las manos de un Dios que ama la vida.

03 | Convertirnos a la fraternidad

El Evangelio nos invita incesantemente a una conversión que nos hace salir del autocentramiento para volvernos hacia Dios. En la línea de los grandes profetas del Antiguo Testamento, Jesús insiste en que vivir de cara a Dios implica vivir de cara a los demás, especialmente aquellos que sufren. «La fe sin obras está muerta» (Sant 2,26) porque «cuanto hicisteis a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Convertirnos a la fraternidad, concretamente en el ámbito de pastoral de la salud, supone abrirnos sin miedo a la vulnerabilidad propia y ajena, ponernos en marcha hacia la búsqueda difícil de sentido, entrar en dinámica de alianza, promover una cultura del cuidado y ser testigos de la vida allí donde tantas voces reclaman la primacía de la muerte.

Hijas e hijos de un mismo Padre, nos transformaremos entonces en hermanas y hermanos de toda la creación, desde la esperanza de la vida plena que un día nos alcanzará. Nuestro compromiso presente junto a las personas enfermas está llamado a ser signo visible del amor invisible de Aquel que nos amó primero.