
Julio L. Martínez, SJ
Profesor de Teología Moral. Facultad de Teología y de Filosofía Social y Política en la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales. Universidad Pontificia Comillas. Madrid.
El texto analiza el enriquecimiento mutuo entre la bioética contemporánea y la bioética teológica católica. Señala cómo la bioética desafió a la teología moral a adoptar un enfoque más abierto, empírico y relacional, alejándose del modelo manualístico tradicional. A su vez, la teología cristiana amplió el horizonte ético de la bioética, centrando la atención en la dignidad humana, especialmente en contextos de sufrimiento y exclusión. Se aboga por una ética coherente de la vida que integre tanto la defensa del no nacido como la atención a los pobres, enfermos y migrantes.
El texto subraya la necesidad de redescubrir una razón ampliada que promueva el diálogo entre saberes y reconozca tanto el valor de la ciencia como sus límites ante las preguntas de sentido. En este contexto, la bioética cristiana debe evitar el cientificismo y el fideísmo, buscando un equilibrio integrador entre verdad científica y verdad humana.
Finalmente, se destaca la importancia de una ética transdisciplinar que cuestione los fines del progreso técnico, integre saberes científicos, humanísticos y espirituales, y mantenga una actitud de apertura, compromiso y diálogo público. La dimensión simbólica y religiosa también es reconocida como clave en la construcción del sentido comunitario y ético.
Palabras clave: Bioética, Teología, Dignidad humana, Diálogo interdisciplinar, Ética de la vida
This article analyses the mutual enrichment between contemporary bioethics and Catholic theological bioethics. It sheds light on how bioethics challenged moral theology by adopting a more open, empirical and relational focus, moving away from the traditional manualist model. Christian theology, in turn, broadened the ethical horizon of bioethics, centring attention on human dignity, especially in contexts of suffering and exclusion. The author advocates an ethic that is coherent with life, integrating both the defence of the unborn and attention to the poor, the ill, and migrants.
The paper likewise underlines the need to rediscover a broader reason promoting the dialogue between the different fields of knowledge and recognising both the value of science and its limits when dealing with questions of meaning. Within this context, Christian bioethics should avoid scientism and fideism, seeking an integrating balance between scientific truth and human truth.
Lastly, the importance is highlighted of cross-disciplinary ethics that question the aims of technical progress; that integrates scientific, humanistic and spiritual knowledge; and that maintains an attitude of openness, commitment and public dialogue. The symbolic and religious dimension is also recognised as key to the construction of community and ethical meaning.
Keywords: bioethics, theology, human dignity, interdisciplinary dialogue, life ethics
01 | El mutuo enriquecimiento entre la bioética contemporánea y la bioética teológica católica
Lo primero que quiero decir es que la bioética contemporánea fue un desafío para la teología moral tanto en la dirección del diálogo interdisciplinar como del ahondar en las fuentes de la especificidad de su discurso teológico. En efecto, la bioética le ayudó a la moral católica a superar el estrecho horizonte del sistema manualístico: un público nuevo y profesionalmente cualificado impelía al estudioso de la teología moral a adoptar una actitud de escucha y aprendizaje. Así, la evolución de la ética médica hacia el ámbito bioético y el mismo impulso del Concilio Vaticano II sirvieron para propiciar un encuentro entre fe y cultura, entre saber teológico-pastoral y saber empírico-científico (GS 44, 53-62), y determinaron de manera cualitativa las bases fundamentales de la teología moral, abriéndola a una visión del mundo y del ser humano más atenta a la evolución histórica, empírica, relacional, procesual y evolutiva. Lástima de algunas interrupciones y bloqueos que hubo en esos desarrollos[1].
Si la bioética estimuló a la teología moral, ésta también contribuyó no poco a enriquecer a aquella. Porque la reflexión moral cristiana amplía la visión moral, suscitando preguntas de índole existencial y aportando una mirada a las periferias y a los lugares de miseria y sufrimiento donde la ética secular generalmente se resiste a mirar. La moral informada por la fe cristiana pone sobre la mesa los horizontes globales de sentido de la fe y la esperanza cristiana y su apuesta por la sobriedad de vida y el compartir, sin renunciar a mirar de frente y afrontar –desde Jesús resucitado que es también el crucificado—las heridas del dolor, la culpa, la enfermedad o la muerte.
La gran tradición cristiana de la ética de la vida, por su praxis y su profundidad reflexiva, llama a una mayor correlación en la manera de abordar las diversas problemáticas morales y a que el juicio moral en los distintos ámbitos vaya precedido por las mismas actitudes de rigor, respeto, discernimiento y prudencia requeridas, a fin de estructurar debidamente un pensamiento moral y un discurso rigurosos. En el fondo, tanto en los asuntos de carácter social como en los de carácter personal entra en juego el ser humano entero y se debaten aspectos esenciales de la vida. Aquí late la llamada a tener en cuenta «una ética coherente de la vida» que pide la relación y consistencia de los temas de la protección de la vida en los que la dignidad humana está en juego. El papa Francisco lo expresa diciendo:

«La defensa del inocente que no ha nacido debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte» (Gaudete et Exsultate (2018) 101).
Lo tremendo es que los ataques a la dignidad siguen dándose (pobreza, guerra, genocidio, condiciones de los migrantes, aborto, eutanasia y suicidio asistido, trata de personas) y a esa lista se han sumado nuevos temas, bien porque las tecnologías los hacen ahora posibles como acontece con la maternidad subrogada o la violencia digital, bien porque las ideologías los pongan en el candelero como lo que se refiere a la teoría de género[2], o porque la conciencia se haya acentuado como sucede con la exclusión y el descarte de personas con discapacidad, los abusos sexuales o las violencias contra las mujeres. Hace unos meses Dignitas Infinita recordaba trece temas en los que se viola la dignidad humana.
En el centro de la ética social cristiana está la concepción de la dignidad de la persona y de la sociedad como una comunidad de personas. Se trata, pues, de mirar a la persona humana en lo que es y debe llegar a ser según su propia naturaleza social. Y se trata, también, de mirar a la sociedad como ámbito de vinculación, desarrollo y liberación de la persona. En ella es en donde ha de ser tutelada su dignidad y reconocidos y respetados sus derechos, fundados en esa misma dignidad.
La comprensión teológica de la dignidad, es decir, un conocimiento que no se mueva en el terreno de ideología religiosa, sino en exposición que, en diálogo permanente con otros saberes y cosmovisiones, busca presentar el contenido central histórico de la revelación sobre el misterio de la persona a partir de las realidades de la experiencia humana, reconociendo dos grandes terrenos de elaboración teológica de la dignidad. El terreno de la teología de la creación, predominante en la teología católica, donde el motivo de la imagen de Dios o iconalidad divina, tiene su papel estelar; y el de la teología de la redención, donde está la cruz y la gloria de Cristo que es el Señor resucitado que se aparece a los discípulos dándoles paz con las señales del crucificado. La entrega kenótica de la encarnación, llevada al extremo del amor en la cruz, muestra la hondura del sentido cristiano de la dignidad. En ningún caso se trata de una ideología del sufrimiento por el sufrimiento, o una justificación del sometimiento y la autoanulación en virtud del sacrificio de Cristo, sino de la expresión máxima del amor en la entrega y el servicio, sin reservas y hasta las últimas consecuencias.
La comprensión cristiana de la dignidad humana pasa por ser imagen de Dios (teología de la creación) en el misterio pascual de Cristo (teología de la redención) y aporta dos notas especialmente densas y propias[3]: la primera es la finitud: el cristianismo tiene la imagen del hombre finito, frágil, vulnerable; la segunda, la aceptación incondicional de parte de Dios: Él ama al ser humano sin reservas, más allá de las situaciones particulares, sin poner condiciones ni tasas al amor.
No hace falta insistir en que la comprensión cristiana de la dignidad nada tiene que ver con la subjetivización emotivista de la moral, donde la dignidad se pone en la actuación según la libre opción personal y un marco axiológico subjetivo en el que no se necesitan las referencias morales objetivas de la verdad y el bien. Esta reducción emotivista, hermana del “todo vale lo mismo” con tal de que sea preferido (o de su otra cara “neonihilista, que anula diferencias), no es inocua y acaba yendo contra el respeto a la dignidad, porque anestesia contra la indignación e impide el discernimiento moral.
02 | Redescubrir la amplitud de la razón y la necesidad del diálogo
También para la bioética teológica es obligado aplicarse la máxima de buena ética con buenos datos y escuchar a la ciencia. Santo Tomás de Aquino tenía clara conciencia de que “un error acerca del mundo redunda en error acerca de Dios”[4], lo cual significa que para conocer el mundo y “dar una base concreta al itinerario ético y espiritual” (LS, 15) y no hay alternativa a la escucha de los conocimientos científicos disponibles. Así, la necesidad humana de buscar el sentido último no avala, por ejemplo, que se manipulen las verdades de fe o los textos sagrados para convertirlos en libros de astronomía, geología, biología, psicología u otras ciencias. En 1981, Juan Pablo II se pronunció contundentemente ante la Academia Pontificia de las Ciencias: “La Biblia nos habla del origen y naturaleza del universo, no para proveernos de un tratado científico, sino para establecer las relaciones correctas del hombre con Dios y con el universo. Las Sagradas Escrituras simplemente declaran que el mundo fue creado por Dios; y con el propósito de enseñar tal verdad el autor sagrado se expresa con términos de la cosmología de su época…”.
Ahora bien, de modo análogo, también hay que tener en cuenta la otra vertiente: quien afirme que la ciencia excluye la validez de todo conocimiento fuera de la ciencia empírica comete un error colosal, confundiendo el método y el ámbito de la ciencia con sus implicaciones metafísicas. Cuando el investigador extrapola los resultados de su búsqueda como explicación última de la realidad está sobrepasando las fronteras de su ciencia y dando saltos ilegítimos, sobre todo cuando se aprovecha de su celebridad en su propio ámbito de conocimiento para ganar el prestigio de sus consideraciones fuera de él. Así lo explica el profesor Francisco José Ayala, uno de los grandes biólogos evolucionistas de nuestro tiempo: “Si el compromiso de la ciencia con el naturalismo no le permite derivar valores, significados o propósitos desde el conocimiento científico, tampoco le permite negar su existencia”[5].
Cuando los interrogantes propiamente humanos y las cuestiones fundamentales de la existencia, que no son objeto de las ciencias empíricas, no encuentran lugar en el espacio de la razón abierta, se acaban desplazando al terreno de lo subjetivo. Una importante tarea hoy consiste, frente a ese desplazamiento, en provocar la cuestión por la verdad en sentido pleno y en redescubrir constantemente la amplitud de la razón y la necesidad del diálogo inter y transdisciplinar, toda vez que las ciencias proporcionan verdades imprescindibles que interpretan la realidad en sus áreas de conocimiento, pero verdades parciales, pues ninguna de ellas nos entrega el último sentido de la realidad que ansiamos conocer.
En ese sentido, la tradición católica no lleva ni al catastrofismo, ni a la resignación pasiva, ni a la claudicación cientificista que se entrega ciegamente en manos de las soluciones tecnológicas para resolver los problemas humanos (Laudato Si´ (2015) 105).
En realidad, constatamos que “los hechos por sí solos nunca son normativos, pero tampoco lo es el espíritu por sí solo. Siempre es necesario que ambos trabajen juntos”[6]. De ahí que también sea pertinente exigir que las decisiones políticas tengan en cuenta los datos científicos, pero sin renunciar a cumplir su propia misión:
“Permitir que los fenómenos humanos se interpreten sólo sobre la base de categorías de ciencia empírica sólo produciría respuestas a nivel técnico. Terminaríamos con una lógica que considera los procesos biológicos como determinantes de las opciones políticas, según el peligroso proceso que la biopolítica nos ha enseñado a conocer. Esta lógica tampoco respeta las diferencias entre las culturas, que interpretan la salud, la enfermedad, la muerte y los sistemas de asistencia atribuyendo significados que en su diversidad pueden constituir una riqueza no homologable según una única clave interpretativa tecnocientífica”[7].
03 | La presencia imprescindible de la ética en el diálogo transdisciplinar
En nuestra cultura de posmodernismo tecnológico, se dicta que debemos hacer todo aquello que técnicamente podemos hacer, porque la ciencia no se puede parar y porque detener los avances que pueden reportar felicidad a muchas personas sería un signo de oscurantismo. Este imperativo tecnológico descansa sobre una concepción instrumental que sostiene la neutralidad de la técnica y, a la vez, su poder civilizador de aumento de la libertad y la racionalidad de los seres humanos, siempre y cuando no se le pongan trabas a su avance. Pero proceder siguiendo un imperativo así no deja de ser una huida hacia delante, que se limita a sacrificar en el presente todo lo necesario para encontrar una solución “mágica” en un futuro cuyas consecuencias pueden ser irreversiblemente nefastas para el conjunto de la humanidad.
Cada vez con mayor nitidez la crítica filosófica nos hace ver que los instrumentos están vinculados a un determinado sentido del mundo y del ser humano y que, por tanto, su no neutralidad axiológica no radica sólo en el uso que se hace de ellos, sino que está ya contenida en los propios medios científico-técnicos que configuran valores y cultura. Desde luego, reconocer la carga valorativa de la tecnología en sí no ha de llevar a olvidar la responsabilidad ética del investigador, que debe preguntarse “en favor de quién y de qué está su conocimiento”[8], para que se oriente en la búsqueda de la verdad, como acto humano que es, con libertad, mediante la cual la ciencia misma adquiere su dignidad como bien humano y personal, y dirigiendo el progreso al servicio de la humanidad[9].
El arte consiste en que sean los bienes internos a la práctica y la investigación (cuidar-curar, búsqueda de la verdad en libertad, avance del conocimiento y desarrollo social) y no los externos (prestigio, honores, promoción docente, remuneración…) los que marquen la pauta. El dominio de los bienes externos tiende a influir negativamente en los resultados mismos de la investigación y siempre en la selección y el para qué y para quién de lo que se investiga. Como lúcidamente enseñó MacIntyre, sobre los bienes externos mandan las instituciones, que sostienen las prácticas en su orientación a los bienes internos, y se estructuran en términos de jerarquía y poder, distribuyendo dinero, poder y jerarquía como recompensas[10].
04 | La bioética como campo intertransdisciplinar
Así pues, la moral católica reconoce el valor del progreso científico y tecnológico, uniéndolo inseparablemente a la necesidad de una criteriología ética que sea capaz de poner todo este progreso al verdadero e integral servicio del ser humano, uniendo ciencia y conciencia. También esa fue la razón que impulsó a la bioética contemporánea, a principios de la década de los setenta, en su afán por superar la brecha entre lo humanístico y lo científico-técnico para no poner en riesgo la supervivencia de la vida en nuestro planeta. Ante la crisis ecológica que avizoraba, Potter propuso una alternativa interdisciplinar a la que llamó Bioética:
«La humanidad necesita urgentemente una nueva sabiduría que brinde el “conocimiento de cómo usar el conocimiento” para la supervivencia del hombre y para mejorar la calidad de vida. Este concepto de la sabiduría como una guía para la acción –el conocimiento de cómo usar el conocimiento para el bien social– podría llamarse Ciencia de la Supervivencia … [la cual] debe construirse sobre la ciencia de la biología y ampliarse más allá de los límites tradicionales para incluir los elementos más esenciales de las ciencias sociales y las humanidades con énfasis en la filosofía en sentido estricto, que significa “amor a la sabiduría”. Una ciencia de la supervivencia debe ser más que solo ciencia, y por eso propongo el término Bioética…»[11].
Potter hablaba en términos de interdisciplinaridad y, si hoy tuviera que repensar la identidad y el estatuto epistemológico de la bioética, probablemente utilizaría el término transdisciplinar para cualificar el abordaje que demanda el método de análisis de los problemas tratados en bioética, sea ésta global o clínica. Así lo hizo el papa Francisco en un discurso en la Academia Alfonsiana de Roma: “[en la bioética se hace presente] la adopción de métodos de investigación transdisciplinario, que permitan abordar nuevos desafíos con mayor competencia y capacidad crítica, a la luz del Evangelio y de la experiencia humana. Sólo así será posible elaborar, en el campo bioético, argumentos razonables y sólidos, enraizados en la fe, aptos para conciencias adultas y responsables y capaces de inspirar el debate sociopolítico”.
Sobre la tan traída y llevada cuestión de la identidad y el estatuto epistemológico de la bioética, me resulta muy esclarecedora la posición del profesor Jorge Ferrer, que acaba de fallecer y a quien hoy quiero recordar, que, tras aceptar la transdisciplinariedad como actitud y como método de abordaje de los problemas, dice: “no podemos dejar de remarcar que estamos haciendo ética, como en general aceptan todos los autores que se ocupan de estos temas […] La pregunta de fondo que nos planteamos en bioética y que confiere unidad e identidad epistemológica al discurso, no se refiere, en definitiva, sólo a cuestiones de hecho. Se refiere esencialmente a los juicios axiológicos justificados en la situación […] que nos van a orientar en la toma de decisiones en orden a una praxis que contribuya al genuino bien de las personas en la comunidad de personas”[12].
En esta comprensión transdisciplinaria y global, la bioética, con su hondo aliento ecológico y social, no es una simple ética aplicada y normativa, como piensan algunos filósofos, y tampoco puede ser desmembrada en bioéticas sectoriales sin relación entre sí[13]. La bioética encuentra, en definitiva, en la filosofía su hogar epistemológico e identidad última, sin que esto signifique que se trate simplemente de la aplicación mecánica de teorías y conceptos filosóficos tradicionales a situaciones particulares. Así, pues, no se entendería sin la filosofía ni sin la inter-transdisciplinariedad.
En primer lugar, se alza la convicción creciente y cada vez más robusta de que hoy son necesarios abordajes que trasciendan los campos de saber clásicos para poder dar razón de la complejidad y ambigüedad, así como del carácter procesual, relacional e interconectado de casi todas las realidades –también las morales— que legítimamente aspiramos a conocer.
En segundo lugar, reconocemos la necesidad de ampliar la convocatoria de actores en la mesa del diálogo del conocimiento, integrando los conocimientos científicos sistematizados y académicos con los saberes de la comunidad y de los distintos representantes de intereses. Es la necesidad de crear puentes entre el campo científico y el campo social que hace más de cincuenta años manifestó la bioética.
En tercer lugar, en la deriva que existe en todos los sistemas hacia el pragmatismo y el utilitarismo, con una tendencia hacia la fragmentación, reconocemos la necesidad de apostar por ensanchar los horizontes de la racionalidad. Eso llama a la interdisciplinariedad, que de por sí es valiosa y, en ocasiones, lo máximo posible, y lleva a la transdisciplinariedad, que va más allá de la anterior sin anularla.
En cuarto lugar, se torna imprescindible la reflexión ética sobre los modos, medios y fines del conocimiento, desde la firme convicción de que la ciencia y la técnica no son neutrales, ni están exentas de responsabilidades morales y normativas (el terreno axiológico).
En quinto lugar, tanto la inter como la transdisciplinariedad hay que estimularlas y entrenarlas, pues no vienen dadas por sí mismas en las mentes de los profesores e investigadores: piden procesos serios de aprendizaje epistemológico y metodológico y apoyos técnicos, donde se tienen que implicar las instituciones del conocimiento y las instituciones sociales, así como donde tiene que haber altas dosis de algunas virtudes especialmente valiosas, como humildad, paciencia, capacidad de escucha y esfuerzo perseverante.
En sexto lugar, la inter y transdisciplinariedad convoca a sus practicantes a revisitar continuamente la Tradición viva, con una voluntad recta de purificación de la memoria y de discernimiento, para no perder el sentido de desarrollo. Esto es importante en todo campo del saber.
En séptimo lugar, parando mientes en la bioética teológica y su contribución, veo varias llamadas que aquí enuncio sucintamente, relacionándolas con algunas inspiradoras reflexiones del magisterio del papa Francisco:
La bioética teológica católica ha de profundizar en el kerygma cristiano a través de la experiencia de diálogo que nace de la escucha y genera comunión. Con el kerygma y el diálogo a todos los niveles están las llamadas a participar de la inter-transdisciplinariedad y a tejer redes.
Frente a un magisterio que aspiraba a entrar en todo, el papa hoy dice que “no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones magisteriales” (AL, 3). Actualmente, el ejercicio del magisterio ordinario de la Iglesia se realiza en un espacio social, económico y cultural cada vez más complejo y donde la llamada a atender a los signos de los tiempos es, si cabe, más acuciante, por eso debería tener una actitud más “contenida, cautelosa, dialogante y atenta a la pluriformidad de la fe común en la que se expresa el sensum fidei del Pueblo de Dios”[14]. Los pastores en ocasiones no tendrán más remedio que pronunciarse, pero otras veces tendrán que callar, para no quitarle a la persona lo que a ella le corresponde: buscar la verdad y decidir en las condiciones concretas de su existencia.
Al respecto dijo en la Academia Alfonsiana (23/3/2023): “Los teólogos moralistas están llamados a entrar en una relación viva con el Pueblo de Dios, haciéndose cargo especialmente del grito de los últimos, para comprender las dificultades reales, para mirar a la existencia desde su perspectiva y para ofrecerles respuestas que reflejen la luz del amor eterno del Padre”. Además, la teología moral ha de reflexionar sobre cuál es el nivel de participación de los que están en la periferia y normalmente carecen de voz en nuestros espacios de reflexión, decisión y celebración, preguntándonos si recibimos el eco de los frágiles y vivimos la fuerza salvífica de la vida de los pobres (VG, 4a; EG, 199).
El papa Francisco nos pide a los moralistas que no “volvamos para atrás” (“Non tornare indietro”), y que no nos dejemos detener en la marcha por aquellos que no quieren moverse y que pretenden frenar todo desarrollo doctrinal, despreciando la Tradición de la Iglesia, que es la vida del Espíritu en la historia del pueblo de Dios.
Por muy ardua que sea la labor, es necesario el arrojo de abrir nuevos caminos de investigación y trabajo conjunto, saliendo de los esquemas clásicos, para poder dar respuestas valientes a la complejidad de los fenómenos que se presentan hoy en día y ante los cuales hace falta visión abierta, sistémica, procesual…
Y también tejer “redes evangélicas” en las que se dé la colaboración entre instituciones civiles, eclesiales e interreligiosas: “necesitamos teólogos ––hombres y mujeres, presbíteros, laicos y religiosos–– que, enraizados en la historia y en la Iglesia, y, al mismo tiempo, abiertos a las inagotables novedades del Espíritu, sepan huir de las lógicas autorreferenciales, competitivas y, de hecho, cegadoras que a menudo existen también en nuestras instituciones académicas y escondidas, muchas veces, en las escuelas teológicas”. Confío en que este congreso lo haga.
Desde aquí, pido a la razón pública que no cierre la puerta a las expresiones de matriz religiosa, porque sin ellas la vida está incompleta y los principales asuntos que han de ser afrontados sobre la vida buena de individuos y de la sociedad no pueden ser adecuadamente abordados. Más que dirigir sus empeños a ver cómo prescindir de la simbología religiosa, quienes que de verdad busquen el bien común deberían preguntarse cómo conjugar el uso de imágenes e ideas derivadas de específicos contenidos religiosos con el discurso común para el bien de todos.
Advierte el filósofo coreano-alemán Han en su libro La desaparición de los rituales (2020) sobre los procesos de generación y trasmisión del sentido de la comunidad y de los vínculos sociales:
“La pérdida de lo simbólico y la pérdida de lo ritual se fomentan mutuamente. La desaparición de los símbolos remite a la progresiva atomización de la sociedad. Al mismo tiempo la sociedad se vuelve narcisista… Las formas objetivas se rechazan a favor de los estados subjetivos… Hoy la percepción simbólica desaparece cada vez más a favor de la percepción serial, que no es capaz de experimentar la duración…”[15].
La Iglesia de acuerdo con la comprensión de sí que adquirió en el último Concilio no se siente llamada por Dios a la oposición frontal con el mundo secular, sino al diálogo y a ser “luz” y “sal”, imágenes que apuntan a la búsqueda de una compenetración discernida y no a una identificación ingenua. Una relación que significa que “la sabiduría humana y la fe cristiana deben enriquecerse y corregirse mutuamente. La Iglesia puede y debe aprender del mundo; el mundo puede y debe aprender del Evangelio y de toda la tradición cristiana”[16]. El compromiso cristiano no es para disolverse en un magma de sincretismo, ni para ser creador sectario de resistencia cultural. Llama, desde la identidad no disimulada, al diálogo y al argumento, es decir, a buscar lenguajes y canales comunes para buscar acuerdos con otros que no comparten nuestras convicciones cristianas, pero que comparten el carácter de ciudadanos.
06 | Actitudes constructivas de la bioética cristiana en el diálogo público a favor del bien común
07 | Balance en cuatro propuestas
05 | Principales desafíos de la bioética como campo transdisciplinar y, en él, de la bioética de matriz cristiana, en particular
- La disposición y habilidad de hacerse inteligible en público hablan del hábito de elaborar la posición de un modo comprensible para aquellos que hablan en lenguajes religiosos o morales diferentes; comporta el esfuerzo por traducir la propia posición en un lenguaje compartido de mediación, lo cual no tiene por qué significar renuncia al simbolismo religioso.
- La accesibilidad pública, que consiste en la práctica habitual de defender los diversos puntos de vista de modo que los argumentos utilizados en el discurso público estén abiertos al examen y al escrutinio públicos, para que pueden contribuir al entendimiento recíproco y al respeto mutuo, indispensables para el desarrollo de una ética cívica en una sociedad pluralista. Cuando uno entiende las razones del otro, aunque no sea persuadido por ellas, sí que normalmente permanece en mutua solidaridad con el que piensa de modo diferente.
- Y, en el empeño de hacerse inteligible y ser accesible, debe ser posible no perder la identidad católica de nuestras voces. En este sentido, quiero referirme por último a algo que constituye una demanda vital: el poder disponer de instrumentos legales efectivos que garanticen a las entidades que prestan un servicio social-público a personas enfermas, tanto no perder la posibilidad de atender a pacientes con el apoyo de medios públicos, como no tener que hacerlo yendo contra núcleos morales de su identidad, lo cual lesionaría frontalmente el ejercicio del derecho a la libertad religiosa e ideológica, reconocida constitucionalmente tanto a individuos como a comunidades en el art. 16 de nuestra constitución.
- El diálogo cívico requiere siempre integridad moral y ésta se puede desplegar en un cuádruple significado[17]:
- que la posición que se tiene sea una posición moral y no por ventaja particular o interés político;
- que haya coherencia entre lo que se diga y lo que se haga;
- que el interlocutor se puede reconocer en la interpretación que estoy dando a su posición e incluso que el diálogo se establezca entre lo mejor de uno y otro;
- que los interlocutores procedan con coherencia en las distintas áreas.
Las virtudes enunciadas requieren la vigilancia en varias condiciones que pueden impedir la participación constructiva:
- la abstracción, que pierde el contexto desde el que se participa en la conversación cívica
- el aislamiento propio de todo sectarismo
- la imposición, que implica colonización del que se cree poseedor de toda la “verdad”
- la búsqueda de éxito puramente mundano, que se combate con abnegación verdadera, porque muchas veces se nos ignora e incluso desprecia por nuestra fe; y
- el inmediatismo frente al sentido de los procesos que muchas veces no se perciben visiblemente y llevan tiempo.
- Si la bioética contemporánea favoreció la renovación epistemológica de la teología moral, hoy –los diversos caminos de conocimiento y las sabidurías de la vida— necesitamos recuperar juntos la amplitud de la razón y dar posibilidades reales a los diálogos inter y transdisciplinares donde esté presente la bioética
- También hemos de defender la presencia imprescindible y genuina de la ética en todas las experiencias que se den de diálogo entre disciplinas y cosmovisiones.
- Y esto lo hacemos teniendo en cuenta que la bioética ha abierto, desde la filosofía, todo un gran campo transdisciplinar. En diálogo dentro de ese gran campo, la bioética teológica cristiana se sigue disponiendo como desde el comienzo de la bioética contemporánea, como constructora de puentes, para mirar y cuidar lo que casi nadie se atreve, para aportar su rica sabiduría sobre la vida y para el encuentro entre la riqueza simbólica y la experiencia común…
- Hemos identificado los principales retos epistemológicos y llamadas de renovación referidas a la bioética, en general, y, sobre todo, a la bioética teológica, en particular, así como las actitudes constructivas de convivencia cívica –ser accesibles, inteligibles, sin renunciar a la identidad propia y con integridad, siempre respetando la pluralidad axiológica, en favor del bien común.