
Norka Carmela Risso Espinoza,
Licenciada en Farmacia y en Estudios Eclesiásticos.
Responsable del equipo local de Bioética. Centro San Juan de Dios. Ciempozuelos (Madrid)
El presente artículo explora los principales desafíos bioéticos que emergen hoy en el ámbito de la salud mental, en un contexto marcado por avances tecnológicos, transformaciones sociales y nuevas formas de sufrimiento. Desde una perspectiva profundamente humanizadora y con fundamento en la bioética personalista, se abordan cuestiones como la neuroética y la modificación del comportamiento, el uso de inteligencia artificial en el diagnóstico psiquiátrico, el acompañamiento ético ante el deseo de morir, las terapias con psicodélicos, la atención psicosocial en crisis humanitarias y las implicaciones del transhumanismo. Más allá de una mera exposición de dilemas, el artículo propone un enfoque ético que pone en el centro a la persona, afirmando su dignidad incluso en la fragilidad, y defendiendo una práctica clínica que no se limite a intervenir, sino que sepa también acompañar, discernir y custodiar.
Palabras clave: Bioética, Salud Mental, Dignidad Humana, Inteligencia Artificial, Ética del Cuidado
In this article we explore the principal bioethical challenges that are currently emerging in the mental health field, within a context marked by technological advances, social transformations and new forms of suffering. From a deeply humanising perspective based on personalist bioethics, questions are broached such as neuroethics and the modification of behaviour, the use of artificial intelligence in psychiatric diagnosis, ethical support in the wish to die, therapies with psychedelics, psychosocial assistance in humanitarian crises, and the implications of transhumanism. Beyond a mere exposition of dilemmas, this article proposes an ethical focus that puts people in the centre, affirming their dignity even in fragility and defending a clinical practice that does not limit itself to intervening, but also knows how to support, discern and safeguard.
Keywords: bioethics, mental health, human dignity, artificial intelligence, care ethics
01 | Introducción
No es fácil hablar de ética cuando se trata de salud mental, no porque falten normas o principios, sino porque aquí, en este terreno, lo que está en juego no siempre se deja nombrar. A veces, lo que duele no se puede explicar, a veces, lo que se necesita no cabe en ningún protocolo.
El sufrimiento psíquico no es abstracto, tiene rostro, cuerpo, historia; y no siempre encuentra palabras para contarse. Quien acompaña desde la bioética lo sabe: hay decisiones que no se toman con la cabeza fría, hay gestos que no se justifican, pero que piden ser comprendidos.
Vivimos un tiempo extraño, por un lado, los avances tecnológicos nos deslumbran. Se puede intervenir en el cerebro con precisión milimétrica. Los algoritmos aprenden a detectar patrones de pensamiento, incluso antes de que alguien sea consciente de lo que siente. La inteligencia artificial ofrece posibilidades nuevas… pero también impone preguntas nuevas: ¿Dónde queda la libertad cuando una máquina anticipa lo que aún no hemos dicho? ¿Qué hacemos con el consentimiento cuando alguien no puede decidir con claridad? ¿Y quién tiene derecho a definir qué vida merece ser vivida?
La bioética es una mirada, una forma de estar. A veces incómoda, a veces discreta, pero siempre presente. Porque no se trata solo de qué hacer con la técnica, sino de cómo cuidar al otro sin dejar de mirarlo como alguien único.
Este texto solo pretende abrir un espacio para detenernos un momento, y mirar más hondo. Explorar lo que la ciencia permite, sí, pero también lo que el corazón intuye. Porque entre la autonomía y la fragilidad, entre la mejora y el control, entre el sufrimiento y la dignidad… hay un terreno que merece ser pensado sin prisas, sin atajos, con alma.
En los márgenes de estas preguntas late una inquietud de fondo: ¿cómo garantizar que el avance científico y tecnológico no desdibuje la dignidad de la persona humana? Porque no se trata solo de lo que la técnica permite, sino de lo que nosotros, como sociedad, estamos dispuestos a respetar, preservar y cuidar. Y eso implica mirar a cada persona —también, y especialmente, en su sufrimiento psíquico— como un misterio sagrado, no como un problema a resolver.

Este artículo se adentra en algunos de los principales desafíos bioéticos que plantea hoy la salud mental, recorriendo temas como la neuroética, la inteligencia artificial en el diagnóstico psiquiátrico, la eutanasia en contextos de sufrimiento psíquico, las terapias con psicodélicos, la atención en crisis humanitarias y las implicaciones del transhumanismo. Lo que se ofrece aquí es un ejercicio de reflexión que busca iluminar desde dentro, con respeto y con verdad, las decisiones que nos esperan en la práctica clínica y en la construcción ética del futuro.

02 | Neuroética y modificación del comportamiento
Pensar en la posibilidad de intervenir en el cerebro humano ya no es solo un asunto de ciencia ficción. En los últimos años, las neurociencias han abierto caminos insospechados para comprender y tratar el sufrimiento psíquico. Algunos avances han sido verdaderamente útiles. Otros, en cambio, invitan a detenerse y reflexionar antes de seguir avanzando. No todo lo que puede hacerse conviene, ni todo lo que alivia es inocuo.
El campo de la neuroética surge justo aquí, en este cruce entre lo clínico, lo filosófico y lo profundamente humano. Su propósito no es decir “sí” o “no” desde un marco cerrado, sino ayudarnos a pensar qué consecuencias pueden tener ciertas intervenciones cuando afectan directamente la forma en que una persona se percibe a sí misma, siente o decide. Roskies (2002) ya advertía que esta reflexión no puede quedarse en los límites de la técnica; hay que mirar más allá, a lo que toca la identidad.
Uno de los casos más conocidos es el de la estimulación cerebral profunda (ECP), utilizada en trastornos como el Parkinson, el trastorno obsesivo-compulsivo o la depresión resistente (Lozano & Lipsman, 2013). Implantes que regulan impulsos eléctricos en zonas concretas del cerebro han ofrecido resultados alentadores, con mejoras clínicas notables. Pero en algunos pacientes también se han observado cambios inesperados: modificaciones en la forma de tomar decisiones, en la expresión emocional, incluso en lo que valoran o cómo entienden el mundo (Schüpbach et al., 2006). La pregunta que surge no es menor: ¿puede una terapia alterar aspectos tan personales sin tocar la identidad de fondo? ¿Y si alguien deja de reconocerse en lo que siente o hace?
Aquí, la autenticidad y la autonomía se vuelven principios irrenunciables. Klaming y Haselager (2010) lo plantean con claridad: no basta con que una intervención reduzca síntomas. Es necesario asegurarse de que la persona sigue sintiéndose ella misma, que conserva su capacidad de decidir y de reconocerse en sus actos. Porque si eso se pierde, ¿qué estamos curando exactamente?
Otro avance, igualmente impactante, son las interfaces cerebro-máquina. Gracias a ellas, personas con parálisis han logrado comunicarse sin necesidad de hablar o moverse. Mediante la interpretación de señales cerebrales, han podido escribir o controlar dispositivos con el pensamiento (Wolpaw et al., 2002; Willett et al., 2021). El impacto de estas tecnologías es innegable. Pero algunos usuarios han descrito una sensación extraña: lo que se escribía “casi” coincidía con lo que querían decir, pero no del todo. Ramsey y colaboradores (2018) relatan esta experiencia de desajuste, de palabras que parecían propias y al mismo tiempo no lo eran del todo. Y aunque pueda parecer un detalle técnico, en realidad toca algo fundamental: la expresión auténtica del propio yo. Porque cuando se trata de comunicar lo más íntimo, un matiz puede cambiarlo todo.
También hay otro terreno que merece ser pensado: el uso de fármacos para aumentar el rendimiento cognitivo. Medicamentos como el modafinilo o el metilfenidato, indicados para patologías concretas como el TDAH o la narcolepsia, se están utilizando cada vez más entre personas sanas que buscan mejorar su capacidad de concentración o prolongar su jornada laboral (Greely et al., 2008). Lo que comienza como una ayuda puntual puede convertirse en una exigencia social. Y entonces la pregunta no es solo médica, sino ética: ¿qué humanidad estamos construyendo cuando el esfuerzo personal se sustituye por intervención farmacológica? ¿Qué libertad real tiene quien no puede —o no quiere— acceder a estos recursos?
En este escenario, la justicia distributiva cobra una relevancia especial. Porque si solo unos pocos pueden permitirse estas mejoras, no solo se profundiza la desigualdad, sino que se crea una presión invisible sobre los demás. La idea de que uno debe “optimizarse” para estar a la altura termina afectando a quienes, por cualquier razón, no entran en esa lógica. Y no es justo. Una sociedad que no respeta los ritmos, los límites y la vulnerabilidad se aleja de lo verdaderamente humano.
Todo esto muestra que no estamos ante un simple debate técnico. Cada caso requiere escucha, discernimiento y una mirada que no se quede en el síntoma, sino que se atreva a considerar el conjunto de la vida de la persona. No se trata de juzgar los avances, sino de acompañarlos con preguntas sinceras: ¿para qué?, ¿para quién?, ¿a qué coste? La neuroética no frena la innovación, pero recuerda que hay cosas —la dignidad, la identidad, la libertad— que no pueden quedar en segundo plano.
03 | Inteligencia artificial y diagnóstico psiquiátrico
04 | Acompañar el sufrimiento psíquico: más allá del derecho a morir
En los últimos años, la inteligencia artificial ha comenzado a instalarse en el ámbito de la salud mental con una presencia cada vez más evidente. Desde herramientas capaces de analizar el lenguaje hasta sistemas que interpretan patrones de sueño o comportamientos digitales, todo parece apuntar a un futuro donde detectar el sufrimiento antes de que se exprese será posible. La intención es comprensible: llegar antes, intervenir mejor, evitar el colapso. Pero cuando el diagnóstico se anticipa tanto que se convierte en una identidad antes de que haya síntomas, las preguntas éticas se vuelven inevitables.
Algunos estudios han mostrado que es posible prever trastornos psiquiátricos a partir del modo en que una persona habla o se expresa. Bedi et al. (2015), por ejemplo, lograron anticipar con notable precisión la aparición de psicosis en personas jóvenes simplemente analizando su uso del lenguaje. En esa misma línea, Cummins et al. (2018) recopilaron una amplia gama de investigaciones sobre el análisis de voz como herramienta para evaluar depresión o riesgo suicida. Desde lo técnico, los avances son prometedores. Sin embargo, cuando lo que está en juego es el alma humana, el éxito estadístico no basta.
Saber que alguien «podría» desarrollar una enfermedad mental no es un dato neutral. Puede convertirse en un lastre, en una etiqueta, incluso en un condicionante que afecta la forma en que la persona se mira a sí misma y es mirada por los demás. Un pronóstico mal comunicado, o no acompañado adecuadamente, puede ser más destructivo que la propia enfermedad. Sobre todo, si no hay garantías de transparencia en el proceso que lo ha generado.
Uno de los problemas más importantes tiene que ver con el funcionamiento de estos sistemas. Muchos operan como cajas negras: reciben datos, procesan algoritmos, devuelven conclusiones. Pero no explican cómo han llegado a ellas, ni permiten cuestionar sus inferencias. Esto hace que el consentimiento informado quede debilitado, porque no basta con firmar una autorización si no se comprende realmente qué se está haciendo con los datos, ni con qué consecuencias. Torous et al. (2021) advierten de forma clara que esta opacidad compromete tanto la confianza como la autonomía.
Cada vez más, lo que hacemos en el entorno digital —lo que buscamos, lo que publicamos, cuándo nos conectamos— se está convirtiendo en información observada por sistemas que intentan interpretar nuestra salud mental. Y eso plantea una pregunta que no se puede obviar: ¿quién ha decidido que esos datos dicen algo de nosotros? ¿Hasta qué punto se pueden convertir en indicadores clínicos sin haber pedido permiso
No se trata solo de que nos analicen. Es más hondo. Es el riesgo de que lo que compartimos con naturalidad, a veces como una forma de desahogo, se convierta en una señal interpretada fuera de contexto. Una emoción mostrada en redes sociales, una frase escrita con cansancio, puede acabar marcando la forma en que otros nos ven o nos entienden. Y eso no siempre ayuda.
También preocupa el destino de esos datos. En contextos donde aseguradoras, plataformas tecnológicas o incluso empleadores puedan acceder a información sobre la salud mental de una persona, el riesgo de discriminación se vuelve real. La historia clínica, en estos casos, deja de estar al servicio del acompañamiento para convertirse en un factor de exclusión. Y eso vulnera no solo la ética profesional, sino la dignidad misma de quien sufre.
Pero quizá el punto más delicado tenga que ver con lo que ninguna máquina puede reemplazar: la relación humana. La salud mental no se reduce al diagnóstico. Es un proceso que necesita mirada, escucha, presencia. Un algoritmo no puede captar los silencios, ni ofrecer consuelo, ni sostener con paciencia una historia rota. Por más eficiente que sea, le falta lo esencial: el vínculo.
La inteligencia artificial puede ser una herramienta valiosa si se integra bien, si está al servicio del cuidado, si respeta los límites de lo humano. Pero nunca debe sustituir el encuentro. Porque cuando alguien atraviesa un dolor psíquico profundo, lo que más necesita no es una predicción, sino una persona a su lado. No un diagnóstico anticipado, sino una presencia que no huya. Y eso, por ahora, sigue siendo tarea nuestra.
En lo más profundo del debate bioético contemporáneo resuena una pregunta estremecedora: ¿cómo acompañar el sufrimiento psíquico cuando parece no tener alivio posible? No se trata solo de un diagnóstico complejo ni de un tratamiento difícil. Es algo más hondo. Es ese dolor que no se ve pero que consume, esa desesperanza que no grita, pero pesa, y ese deseo de dejar de vivir que emerge no como una decisión racional, sino como un último intento de pedir auxilio.
En algunos países como Bélgica, Países Bajos o Canadá, este clamor ha encontrado una forma jurídica en la posibilidad de solicitar la eutanasia en casos de trastornos mentales graves, incluso cuando no existe enfermedad física terminal. El argumento parte de una convicción: que el dolor psíquico puede llegar a ser tan intenso y refractario como el físico, y por tanto merecer el mismo reconocimiento legal (Kim et al., 2016). Pero cuando nos acercamos a cada historia concreta, esa aparente claridad se disuelve en matices. Porque la libertad que se necesita para decidir la muerte exige haber tenido, antes, acceso real a una vida digna.
Hablar de autonomía en estos contextos no es sencillo. Una persona atrapada en la desesperanza, sin apoyos afectivos ni recursos clínicos adecuados, ¿decide realmente con libertad? O, como plantea Battin (2005), ¿es esa decisión el reflejo de una rendición silenciosa ante la ausencia de alternativas? La bioética no puede conformarse con verificar si alguien entiende lo que firma. Tiene que preguntarse si aún existen horizontes posibles. Si lo que se pide no es morir, sino ser mirado de otro modo.
Aquí, los cuidados paliativos que integran una mirada existencial y espiritual abren una vía aún incipiente, pero profundamente esperanzadora. Cuando el sufrimiento psíquico se aborda desde esta perspectiva, muchas personas, incluso en contextos de enfermedad avanzada o desesperanza profunda, redescubren sentido y dignidad. Algunos estudios han mostrado que, al acompañar con sensibilidad las dimensiones más hondas del malestar —aquellas que no se curan con fármacos, pero sí con presencia y vínculo—, es posible transformar el deseo de morir en una oportunidad de reencuentro consigo mismo (Rodríguez-Prat et al., 2017). Porque cuidar en el límite no es resignarse: es permanecer. Es ofrecer alivio, aunque no haya cura; escucha, aunque no haya palabras; compañía, aunque no haya fuerzas. Y a veces, ese acompañamiento silencioso y firme transforma lo que parecía irreversible.
El deseo de morir, en muchos casos, no es un deseo de desaparecer, sino un grito callado que pide ser escuchado. En su trabajo sobre psicoterapia centrada en el sentido, William Breitbart (2017) señala que cuando se brinda un espacio auténtico donde poder hablar del dolor —sin miedo, sin juicio, sin prisas—, ese deseo empieza a transformarse. A menudo, lo que parecía una voluntad firme de morir es, en realidad, la necesidad profunda de recuperar la propia voz, de restituir una historia que el sufrimiento ha interrumpido.
Pero no podemos mirar ese dolor sin tener en cuenta el contexto donde nace. Cuando la pobreza, la soledad o la exclusión social marcan la vida de alguien, su petición de morir puede ser reflejo de abandono más que de libertad. Battin et al. (2007) advierten que, en estas situaciones, la eutanasia corre el riesgo de convertirse en una respuesta social al desamparo, no en una verdadera elección autónoma. ¿Qué margen real tiene una persona para decidir, si no le queda casi nada?
Aquí, la bioética no puede limitarse a definir principios. Está llamada a implicarse, a encarnarse en lo real. Paul Ricoeur (1990) lo expresó con hondura: vivir bien es hacerlo «con y para otros», dentro de estructuras que no excluyan. Acompañar éticamente no es ofrecer soluciones cerradas, sino sostener la esperanza cuando se desmorona. Estar ahí. No imponer caminos, sino caminar con quien apenas se sostiene.
05 | Psicodélicos y el renacer de lo profundo: entre ciencia, ética y sentido
En los márgenes de la medicina convencional ha comenzado a abrirse paso una antigua promesa: la de los psicodélicos como catalizadores de procesos terapéuticos profundos. Sustancias como la psilocibina, el MDMA o la ketamina, que durante décadas permanecieron relegadas al olvido o al estigma, están siendo “redescubiertas” por la investigación científica como herramientas posibles para abordar el sufrimiento mental resistente a otros tratamientos. Y lo que emerge no es solo una opción farmacológica distinta, sino un modo nuevo de mirar el alma herida.
Los estudios realizados en los últimos años han mostrado resultados esperanzadores, especialmente en contextos de depresión resistente, trastorno por estrés postraumático (TEPT) y ansiedad existencial en pacientes con enfermedades terminales. En muchos de estos casos, lo que relatan los pacientes no es tanto una mejora sintomática, sino un reencuentro con el sentido, una experiencia de claridad emocional, una apertura a lo trascendente (Carhart-Harris et al., 2016; Griffiths et al., 2016).
A diferencia de los psicofármacos tradicionales, que tienden a aplanar la experiencia emocional para disminuir el malestar, los psicodélicos amplifican y transforman la percepción, provocando a menudo experiencias que los propios pacientes describen como espirituales o místicas. Esto obliga a repensar el marco ético desde el que se regula su uso. No basta con evaluar la eficacia clínica. Hay que abrirse a una comprensión más integral de la persona.
El potencial terapéutico de estas sustancias no puede hacernos olvidar los riesgos reales que entrañan. La historia de su uso en las décadas de 1960 y 1970 nos recuerda lo que ocurre cuando se banaliza lo sagrado o se utiliza sin el contexto adecuado. Por eso, la comunidad científica ha insistido en que su administración solo puede hacerse en entornos clínicos rigurosamente controlados, con acompañamiento profesional cualificado y protocolos éticos exigentes (Johnson et al., 2008).
Desde la bioética, el principio de no maleficencia exige una vigilancia continua: no basta con que una experiencia sea intensa, debe ser también segura. Las recaídas posteriores, las vulnerabilidades psíquicas preexistentes o la integración inadecuada de lo vivido pueden derivar en nuevas formas de sufrimiento si no se acompaña con profundidad. Lo terapéutico no puede desligarse de lo simbólico.
Y es precisamente en ese plano donde se vuelve especialmente importante la dimensión espiritual. Muchas de las personas que participan en estos ensayos clínicos relatan encuentros con lo que perciben como lo sagrado, reconciliaciones interiores, visiones de unidad o de amor incondicional. Estas vivencias, que trascienden lo psicológico, reclaman un acompañamiento ético que no reduzca ni patologice lo espiritual, sino que lo acoja con respeto.
Tanto Phelps (2017) como Grof (2000) han insistido en la importancia de ampliar la mirada cuando se habla de sufrimiento psíquico. Para ellos, hay experiencias que no pueden entenderse solo desde lo clínico. Requieren otros lenguajes, otros marcos. Hablan del sentido, del misterio, del modo en que el dolor forma parte del camino de una vida que busca comprenderse.
Desde la ética del cuidado, esto significa, reconocer que hay procesos que solo se revelan cuando se acoge lo profundo. Algunas vivencias, especialmente aquellas ligadas al uso terapéutico de psicodélicos, despiertan en quienes las atraviesan algo que toca la raíz misma de lo que somos. Y eso merece ser acompañado con cuidado.
Acoger estas terapias exige discernimiento. Supone caminar con atención, sin perder de vista lo que está en juego. Porque no todo lo que alivia sana, ni todo lo que abre conciencia construye sentido. Lo importante no es tanto autorizar o prohibir, sino cómo se acompaña, cómo se sostiene el proceso, qué mirada lo envuelve.
Tal vez, el reto más hondo no sea técnico, ni siquiera legal, sino humano. Asegurar que nadie viva estas experiencias como una moda o un experimento. Que haya presencia, escucha, respeto. Que quien se adentra en estos espacios interiores —tan frágiles, tan reveladores— sepa que no está solo. Que alguien camina con él, no para dirigir, sino para sostener.
06 | Salud mental en contextos de crisis: custodiar lo invisible en medio del caos
07 | Transhumanismo y sufrimiento psíquico: entre el deseo de alivio y la fidelidad a lo humano
Cuando la vida estalla, cuando la guerra, el hambre, la migración forzada o los desastres naturales arrasan con todo lo visible, lo que primero se desintegra no siempre es el cuerpo, es el sentido, es la percepción de unidad interior es la capacidad de reconocerse en medio del dolor. Y en esos contextos donde la urgencia parece devorarlo todo, la salud mental se convierte en una necesidad silenciosa, a menudo postergada por otras prioridades más tangibles; pero, precisamente ahí, donde todo se ha perdido, es donde más necesario se vuelve el cuidado ético.
Las crisis humanitarias alteran no solo los sistemas sanitarios, sino también los marcos afectivos, espirituales y culturales que dan sostén a la identidad. Según la OMS (2019), una de cada cinco personas expuestas a emergencias humanitarias sufre algún trastorno mental, siendo los más comunes la depresión, la ansiedad, el estrés agudo y el trauma complejo. Y, sin embargo, la atención psicosocial rara vez ocupa un lugar central en las respuestas de emergencia. Como si el alma pudiera esperar.
Desde la bioética, es una cuestión de justicia. Porque cuando no se protege la interioridad, se contribuye —aunque sea de forma involuntaria— a la deshumanización.
Lo que las personas necesitan en medio del colapso no es solo alimento, medicinas o cobijo. Necesitan ser escuchadas. Necesitan ser vistas más allá del daño. Necesitan que alguien se atreva a sostener su historia, incluso si está rota. Como han subrayado autores como Summerfield (2001) o Mollica (2006), el trauma colectivo no se cura con protocolos clínicos estandarizados, sino con vínculos, con escucha culturalmente sensible, con la restitución progresiva del sentido.
En este escenario, la equidad se vuelve aún más urgente, porque no todas las personas parten del mismo lugar cuando sobreviene la catástrofe. Las mujeres, los menores no acompañados, las personas con discapacidad o quienes ya padecían trastornos mentales previos, se sitúan en una posición de extrema vulnerabilidad. Y eso exige respuestas que no sean neutrales, sino activamente comprometidas con la justicia.
No se trata de ofrecer lo mismo a todos, sino de ofrecer más a quienes más lo necesitan. La justicia distributiva, como señala Beauchamp (2019), no es dar igual a todos, sino distribuir los recursos de modo que las desigualdades no se perpetúen. En el ámbito de la salud mental en emergencias, eso implica diseñar estrategias interseccionales, que reconozcan las múltiples capas de exclusión y que ajusten la intervención a cada contexto, a cada cultura, a cada biografía.
El cuidado en estos contextos no es una técnica. Es una postura ética. Una forma de hospitalidad. Como recordaba Emmanuel Lévinas, “el otro me importa incluso más que mi propia vida”. Esa es la ética que aquí se necesita: una ética de la presencia, de la compasión activa, de la acogida que no pregunta primero por papeles, diagnósticos o pronósticos, sino por el latido humano que sobrevive bajo los escombros.
Porque aun cuando todo se ha derrumbado, cuando ya no queda casi nada, la dignidad permanece. Y eso basta para que el cuidado nunca se suspenda.
En el horizonte de las grandes corrientes de pensamiento contemporáneo, el transhumanismo se presenta como una de las más provocadoras. No propone simplemente mejorar la salud o prevenir la enfermedad. Propone trascender las limitaciones de la biología humana mediante la tecnología: intervenir sobre el cuerpo, sobre el pensamiento, sobre las emociones, para lograr una existencia más eficiente, más longeva, más feliz. Y en ese proyecto, la salud mental aparece como uno de los frentes prioritarios.
¿Qué ocurriría si pudiéramos eliminar por completo la tristeza, el miedo, la angustia, mediante intervenciones cerebrales precisas o fármacos cada vez más sofisticados? ¿Qué sucedería si lográramos un estado emocional constante de bienestar, sin los vaivenes del dolor psíquico? A primera vista, podría parecer una meta deseable. Incluso compasiva. Pero cuando la bioética entra en este terreno, surgen preguntas que no pueden silenciarse. Porque no todo lo que alivia es justo. Y no todo lo que suprime el sufrimiento genera sentido.
Uno de los riesgos más profundos del pensamiento transhumanista es considerar el sufrimiento como un fallo, una disfunción que debe corregirse. Pero el dolor —también el psíquico— no es un error de diseño, es una parte constitutiva de la condición humana. Es, en muchos casos, una grieta que humaniza, una herida que invita a la búsqueda de sentido, una noche que, al atravesarla, transforma (Frankl, 2004).
Eliminar la angustia puede parecer una victoria, pero también puede ser una amputación. Porque la tristeza por una pérdida, el miedo ante lo incierto, la nostalgia, la culpa o la duda no son síntomas que haya que extirpar. Son lenguajes del alma. Hablan de lo que importa. De lo que nos afecta. De lo que somos.
Como ha señalado Habermas (2003), intervenir genéticamente o neurotecnológicamente sobre la emocionalidad humana sin preservar la capacidad de autodeterminación pone en riesgo la autenticidad del sujeto. Si alguien ya no siente porque ha sido programado para no sufrir, ¿sigue siendo plenamente libre? ¿Sigue siendo plenamente él?
El deseo de mejorar la mente humana —más concentración, menos sensibilidad, más estabilidad emocional— plantea también una pregunta crucial: ¿quién decide qué tipo de personalidad es deseable? ¿Qué pasará con la libertad de ser vulnerable, de llorar sin explicación, de sentir con intensidad? En nombre del bienestar, podríamos estar diseñando seres humanos más productivos, pero menos reales.
Además, el acceso desigual a estas tecnologías podría generar una nueva brecha: una aristocracia emocional, donde solo unos pocos puedan permitirse una mente “optimizadamente feliz”. Esto convertiría el dolor no en algo humano, sino en un signo de exclusión. Y eso, desde la ética, no puede aceptarse.
Como recuerda la bioética personalista, la dignidad humana no está en la perfección, sino en la apertura al otro, en la capacidad de amar, de sufrir, de elegir. La tristeza no es lo contrario de la salud. Es muchas veces su camino.
Esto no significa rechazar de plano los avances que puedan aliviar el sufrimiento. Significa discernir. Preguntarse no solo si se puede, sino si se debe. Significa que el criterio no sea la eficacia, sino la fidelidad a la verdad del ser humano.
En palabras de Sandel (2009), el problema del perfeccionismo biotecnológico no es que aspire a lo mejor, sino que olvida que lo mejor del ser humano no es su potencia, sino su misterio. Lo que nos salva no es la felicidad constante, sino la capacidad de atravesar la vida con sentido, incluso cuando duele.
Por eso, en este umbral entre lo humano y lo posthumano, la ética tiene una misión irrenunciable: custodiar lo invisible. Acompañar sin intervenir lo que no debe tocarse. Y recordar, una y otra vez, que ninguna tecnología sustituirá nunca el poder de una presencia que escucha, de una mirada que acoge, de una relación que sana.
08 | Conclusión: una bioética que se sienta al lado y permanece
Hablar de salud mental no debería ser una cuestión técnica. Hablar de salud mental es hablar de lo que nos hace humanos: nuestros miedos, nuestros deseos, nuestro sufrimiento. Y todo eso no puede ser comprendido desde un algoritmo. No, los algoritmos no nos permiten ver lo que realmente importa. No nos permiten ver la vida detrás de las cifras.
Porque las máquinas pueden predecir, pueden calcular, pueden identificar patrones. Pero lo que nunca podrán hacer es entender lo que significa sentirse perdido, sentirse vacío, sentir que todo se desmorona. La salud mental no se trata de diagnosticar, se trata de acompañar. Se trata de estar allí con la persona que está pasando por algo que no puede explicar con palabras.
Sabemos que la inteligencia artificial se está infiltrando en todos los ámbitos de nuestra vida. Y no es que la tecnología sea mala; es que no puede hacer lo que solo nosotros, los humanos, podemos hacer: estar presentes en el dolor del otro, dar un hombro, ofrecer una mano. Las máquinas no pueden hacer eso. No pueden ofrecer consuelo. No pueden sentarse con alguien y escuchar sus miedos en silencio.
A veces, lo que más necesitamos no es una predicción sobre nuestra salud, no es un diagnóstico frío de nuestra mente. Lo que necesitamos es alguien que escuche, que entienda, que no tenga prisa por «arreglarnos». La salud mental no es un problema que deba ser resuelto rápidamente. Es algo que toma tiempo, que necesita paciencia, que necesita humanización.